Los siguientes son síntomas que evidencian la degradación y pérdida de legitimidad de nuestras instituciones públicas, aplicables a cualquiera de ellas, pero en particular al Poder Judicial de nuestro país.

Sus jerarcas no son designados democráticamente o en atención a sus méritos sino por la amistad o cercanía política con aquellos de los que depende su designación.

Sus jerarcas actúan respecto de estas no como un medio para satisfacer el interés general de la sociedad sino como sus propios feudos, en los que consideran legítimo hacer todo aquello que satisfaga su interés particular o el de los que los hayan colocado en dicha posición.

Existe una clara disociación entre el interés general al que se hallan dirigidas y el interés particular en el que se materializan muchas de las decisiones adoptadas.

Sus jerarcas no emplean el control disciplinario como medio para asegurar la consecución del interés general sino como un instrumento para acallar las críticas a su gestión o la denuncia de actos de corrupción.

Dado su significativo control sobre los procesos disciplinarios, resulta casi nula la posibilidad de que sean a su vez objeto de sanciones disciplinarias; si por la importancia de las conductas denunciadas alguien debe pagar, lo serán necesariamente funcionarios de rango inferior.

Al considerar la institución o un ámbito de esta como su feudo particular, las posibilidades de ascenso de las restantes personas estará determinada ya no por los méritos sino por su afinidad con el jerarca, respecto del cual actúan como obedientes vasallos.

Cuando la legitimidad institucional se vea cuestionada por la prensa o la opinión pública, realizarán cambios meramente cosméticos en la gestión, destinados a prolongarse el tiempo estrictamente necesario para que las practicas cuestionadas sean olvidadas por la sociedad; superada la etapa de cuestionamiento, las prácticas criticadas son rápidamente retomadas.

La existencia de conflictos de interés que lesionen o pongan en riesgo la satisfacción del interés general es determinada con criterios disímiles, atendida la jerarquía e identidad del funcionario involucrado; a mayor jerarquía, más difusos resultan los contornos de los supuestos que darían lugar a tales conflictos.

La posibilidad efectiva de impugnar actuaciones lesivas del interés general o de los criterios de racionalidad resulta en la práctica claramente reducida; la institución se autoregula exitosamente, sancionando de hecho todo intento individual por cuestionar la legalidad de sus decisiones.

Tratándose de órganos colegiados, existen constantes luchas de poder, en las que la satisfacción del interés general se ve relegada a un segundo o tercer plano; en las luchas internas por alcanzar el poder, los objetivos institucionales se ven a su vez sustituidos -incluso permanentemente- por intereses de naturaleza estrictamente privada.

Existe una amplia divergencia entre la demanda social de servicios y la prestación efectiva de estos.

La eficiencia de la institución se ve cada vez más amenazada por obstáculos de naturaleza interna, materializados en decisiones que se apartan de los criterios de legalidad, racionalidad y probidad que deben regir su gestión.

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