Hoy hay veinte mil, acaso treinta mil, acaso más, mujeres y hombres esperando en Colombia cerca de la frontera con Panamá una ocasión de cruzar los pantanos y las selvas del Darién y continuar, vía Panamá y Costa Rica, un viaje al norte de Centroamérica, a México o a los Estados Unidos. La gran mayoría son haitianos; los hay también venezolanos, cubanos y africanos.
Los haitianos hablan creole o francés y no es difícil distinguirlos de los afro latinoamericanos. Provienen no directamente de Haití sino de Suramérica, abatidos por las dificultades económicas y el COVID-19.
Estas oleadas de humanidad residían en Chile, Argentina o Brasil. Sus economías fueron erosionadas. Volaron hace años a Suramérica desde Haití a raíz del terremoto de 2010 y de algún huracán y hoy continúan el viaje hacia el sueño americano.
Es de esperar hoy que las víctimas del último huracán, el último terremoto y el último desastre político busquen huir del matadero, y que la temible ruta del Darién vaya soltando a los sobrevivientes sobre Panamá y Costa Rica.
La migración en Europa y en los Estados Unidos ha sido excusa para defender políticas contrarias a los derechos humanos. Los latinos seríamos violadores que asaltan las virtudes anglosajonas; los migrantes africanos y del Medio Oriente, hordas al asalto de la fortaleza Europa.
En América Latina, la presencia abrumadora de la pobreza extranjera ha comenzado a soliviantar los ánimos. En una Colombia que ha sido generosa con el exilio venezolano, los ánimos se caldean con los venezolanos exiliados. En Chile los venezolanos han sido en ocasiones humillados. México no está orgulloso de su tratamiento de los centroamericanos, haitianos, venezolanos, cubanos, que recorren el país y quieren tocar las puertas del sueño americano.
Los expertos discuten el peso relativo de los factores numerosos que impulsan las migraciones: la pobreza, las relaciones familiares en los Estados Unidos, la amenaza de persecución por lo que las personas son o lo que creen, la dislocación social que la asombrosa cantidad de pandillas evidencia, los carteles de narcotraficantes, las familias destruidas por las migraciones y las deportaciones, los jóvenes ansiosos de identidad que se identifican con la cultura de las pandillas, las fallas de las autoridades estatales, los resabios autoritarios de los conflictos políticos.
Lo que no podemos es reducir el fenómeno a una presunta invasión del territorio norteamericano o a un desfile de desafortunados que solamente buscan oportunidades económicas. Tampoco podríamos olvidar la responsabilidad del desgobierno, diga inclinarse a la izquierda, como el venezolano, prefiera la mano derecha, o simplemente se dedique a expoliar a la población.
Entre quienes esperan en las fronteras norteamericanas o recorren México y Centroamérica hay migrantes, hay refugiados, hay víctimas de la explotación sexual o laboral.
Tomemos por caso a Centroamérica. Los estados que las acogen deben examinar la situación de las víctimas de las pandillas y de los grupos ligados al narcotráfico. Y no dejemos de lado a quienes protestan contra la represión y desalojos ligados a concesiones a determinadas empresas.
¿Acaso no tiene fundado temor de persecución quien se resiste a la actividad de las pandillas o a los miles de policías privados en connivencia con los poderosos que destruyen el medio ambiente?
Evidencian desprotección estados como Honduras o Guatemala en los que guardias de seguridad privada están vinculados a terratenientes, o participan en desalojos rurales.
Tienen hambre, se dice, pero no serían refugiados porque no sufren persecución.
¿Acaso no está documentado que las compañías con intereses en realizar proyectos extractivos en tierras y territorios indígenas frecuentemente subcontratan empresas de seguridad ligadas al ejército?
Cuando alguien es perseguido porque se opone a la mara, al narco, a la empresa extractiva, o porque pone en cuestión la política ambiental de su país, la persecución es política en sentido amplio si su estado no puede o no quiere protegerle. Es un refugiado. De aquí que haya de examinarse caso por caso la personal situación de quien toca las puertas de una frontera
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