En los márgenes de la institucionalidad, lejos del foco de los grandes discursos sobre migración y derechos humanos, las personas campesinas desplazadas luchan por sobrevivir y sostener la vida desde la tierra. En contextos de refugio forzado, como el costarricense, estas comunidades enfrentan múltiples barreras para acceder a derechos básicos, pese a su rol esencial en la producción de alimentos, la preservación de saberes ancestrales y la defensa de la biodiversidad.
Aunque se ha avanzado en el reconocimiento internacional de ciertos derechos colectivos como los de pueblos indígenas o afrodescendientes, el campesinado continúa siendo una categoría difusa, relegada a lo rural y lo vulnerable, sin un reconocimiento pleno de su especificidad cultural ni de su papel estratégico en la sostenibilidad alimentaria y ambiental. A la fecha, no existe un instrumento jurídicamente vinculante que proteja de forma integral sus derechos. La única herramienta vigente es la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y de Otras Personas que Trabajan en Zonas Rurales (UNDROP, 2018), que, aunque representa un avance político y simbólico, carece de fuerza legal obligatoria para los Estados.
Esta declaración reconoce derechos fundamentales como el acceso a la tierra, al agua, a las semillas, a un medio ambiente sano, y a participar en las decisiones que les afectan (arts. 17, 19, 20 y 21, UNDROP). También establece que los Estados deben proteger al campesinado frente al despojo, el acaparamiento de tierras y la criminalización de sus formas de vida. Sin embargo, en contextos de desplazamiento forzado, estas garantías resultan especialmente frágiles. La informalidad laboral, la invisibilidad política y la ausencia de políticas públicas diferenciadas profundizan la precariedad y dificultan la reconstrucción de proyectos de vida dignos.
Frente a esta desprotección institucional, emergen formas de organización y resistencia profundamente feministas, aunque muchas veces no sean nombradas como tales. El Movimiento Sin Tierra (MST) en Brasil ha sido pionero en articular una agenda de soberanía alimentaria desde una perspectiva feminista campesina, integrando el cuidado de la tierra con el cuidado de la vida. Por su parte, el Movimiento de Mujeres del Campo ha sostenido luchas contra el agronegocio y en defensa de la agroecología como proyecto político emancipador.
En Guatemala, la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA), nacida en medio del conflicto armado, es un claro ejemplo de cómo las mujeres campesinas han transformado la memoria del dolor en acción política, luchando por el derecho a la tierra, la justicia histórica y la soberanía de los pueblos. En muchos casos, estas luchas han continuado en contextos de desplazamiento forzado, donde las mujeres reconfiguran el territorio desde huertas comunitarias, semillas compartidas y redes de apoyo mutuo.
La UNDROP reconoce que los campesinos y campesinas tienen “el derecho a conservar, utilizar, intercambiar y vender semillas propias” (art. 19). Este derecho, en manos de mujeres campesinas desplazadas, se convierte en una práctica cultural y política que desafía el olvido, el patriarcado y el racismo estructural. La tierra no es solo medio de producción: es lugar de memoria, de vida digna y de resistencia.
Estas formas de organización no responden a modelos verticales ni institucionalizados; brotan desde las raíces comunitarias, los ciclos agrícolas y la reciprocidad como principio ético. La Vía Campesina, red internacional que agrupa a más de 180 organizaciones campesinas en 81 países, ha sido clave en visibilizar la dimensión de género en la lucha por la soberanía alimentaria, reconociendo que no hay justicia campesina sin justicia feminista.
En un contexto de endurecimiento de las políticas migratorias y de discursos de odio, las prácticas campesinas feministas afirman otra forma de hacer comunidad: una que se basa en la interdependencia, la justicia social y la dignidad colectiva.
Las luchas sociales no han terminado: son una constante que se reinventa en cada cuerpo y territorio. La situación del campesinado desplazado nos recuerda la urgencia de mirar la justicia desde una perspectiva interseccional, reconociendo cómo se entrecruzan la clase, el género, la migración y la ruralidad.
Nos falta mucho por avanzar, pero la posibilidad de transformación nace cuando decidimos mirar con empatía militante, y convertir la solidaridad en acción. En ese sentido, urge construir una estrategia discursiva y jurídica internacional que impulse la práctica de la UNDROP como costumbre internacional, promoviendo su reconocimiento progresivo como parte del derecho consuetudinario. Solo así podremos sentar las bases para que el campesinado deje de estar al margen del sistema de protección internacional, y se fortalezca con un instrumento vinculante que reconozca y resguarde su dignidad, su conocimiento, sus semillas y su forma de vivir el mundo.
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