La naturaleza disfruta de las ilusiones. Si un hombre destruye el poder de esas ilusiones -sea en sí mismo o en los demás-, entonces se le castigará como al más cruel de los tiranos.
-GOETHE.
Mucho de lo que se escribe sobre la Inteligencia Artificial (IA, en adelante) y el Derecho puede resultar aburrido para una persona que no esté familiarizada con su lenguaje técnico. Algo distinto se pretende acá. Esta reflexión no está escrita únicamente para ingenieros informáticos, matemáticos o abogados. También está escrita para el ciudadano común que quiera conocer un poco más de este enmarañado y mítico mundo del Derecho y la IA. Para ahorrarnos esa jerga, les brindo unas breves notas preliminares, de la manera más llana posible para ubicar nuestro campo de análisis en esta ocasión.
Una conferencia en el Dartmouth College, New Hampshire, fue el lugar donde en 1956 John McCarthy acuñó el término IA para la ocasión. A partir de ese momento el tema ha estado en boca de muchas personas. No vamos a repasar en esta sede sus inviernos y sus veranos, pues no es ninguna novedad que esta figura ha sido endiosada por unos y fuertemente criticada por otros. Las tesis al respecto han sido como una hamaca, valiéndonos del cantante Fidel Gamboa: de aquí para allá, de allá para acá.
Aunque los orígenes se remontan a los años 50 del pasado siglo, actualmente lo que hay bajo la denominación IA es un sinfín de técnicas avanzadas de procesamiento matemático de datos, llegando así a aplicarse en una gran área de profesiones de las más variadas categorías.
El ámbito jurídico no ha sido la excepción. Este terreno se ha visto permeado por los avances de la IA. Softwares y servicios online que reducen o eliminan la necesidad de acudir al sector jurídico como tradicionalmente se conoce; innovaciones que permiten acelerar los trámites y la gestión de tareas, reduciendo así el tiempo que se invierte en ellas; entre muchas otras funciones más.
Sin embargo, a pesar de que los horizontes y las esperanzas se han extendido con particular presencia en los últimos años, me atrevo a decir -de manera aventurada- que son objetivos demasiado lejanos y ambiciosos, por no decir imposibles de alcanzar. Un ejemplo de ello son los jueces robots, mismos que pretenden sustituir -aunque sea de manera parcial- a un humano por una máquina en la administración de justicia. Dicho esto, me veo en la obligación de analizar críticamente cómo y por qué este proyecto no es viable en una ciencia social como el Derecho, aunque sean de manera muy somera mis apuntes.
¿Es posible que un robot (un algoritmo) llegue a sustituir los jueces, o es pura utopía?
En la actividad juzgadora se presentan, al menos, cuatro tareas: valorar los hechos y las pruebas, seleccionar el ordenamiento jurídico aplicable, interpretarlo en el contexto del caso particular, y darle una calificación judicial.
Alguna de esas tareas podría ser realizada por un robot, sin embargo, en otras de ellas surgen muchas dudas acerca de su posibilidad. El ser humano posee características esenciales de las cuales carecen totalmente las máquinas: el razonamiento, la moral, las pasiones, las creencias religiosas y metafísicas de una comunidad, empatía —y apatía también—, en fin, el ser humano y el Derecho mantienen un vínculo tan estrecho —lleno de mucho mito y ritual— en el cual una maquina no tiene cabida.
Imaginemos, por un momento, que todos estos obstáculos han sido vencidos por el robot: estaríamos frente a una administración de justicia imparcial y objetiva, sin sesgos personales o ideológicos. Finalmente liberada, como alguna vez dijo Waismann, de todos esos grilletes que nos encadenan a los prejuicios heredados. Una justicia previsible, consistente, económica, rápida y eficaz.
Ahora bien, pongamos los pies sobre la tierra. ¿Qué pensar de estos proyectos? Digámoslo de la manera más breve y llana posible: todo esto no es más que una utopía. Estamos frente a una falacia intelectualista, la cual parece estar de moda. Es decir, al creer que, porque algo es posible intelectualmente —en la mente de la persona—, también es posible en las relaciones humanas. Lo cual es un argumento puramente falaz.
El éxito que han tenido estas manifestaciones se debe a un factor muy simple: esta especie de propaganda le dice a las personas justamente lo que ellas quieren oír.
Con todas estas teorías se sucumbe ante una fantasía mecanicista. Se cree que, la cientificidad del Derecho reposa en hacer de lo irracional algo racional, y de lo inestable algo sereno y ordenado. Es una concepción simplista y simplificada de las relaciones humanas que supone ser viable mediante la tecnología. Una idolatría a las maquinas.
Es la historia del paraíso, no del apocalipsis. Una historia más, de esas que las personas aman. Tal cual movimiento religioso, lo aventurado por todas estas tesis utópicas es a final de cuentas una manifestación más de wishful thinking.
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