Desde su silla, conectada a su cabeza mediante diodos, Don Esteban guía los dedos de un joven aprendiz. Hoy, a través de un enjambre de pantallas, supervisa sus movimientos. Mediante una interfaz cerebro-máquina-cerebro, avisa al aprendiz que está a punto de cortarse el dedo. Transmite esta información sin palabras: el joven parece corregir su movimiento, pero es Esteban quien mueve su cuerpo por él. Suena como ciencia ficción, y lo fue, hasta que ya no: las bases de tal tecnología se establecieron hace 12 años, en 2013. El experimento replicó, punto por punto, lo que hoy haría Esteban. La única diferencia fue que las señales se transmitieron a través de una interfaz “cerebro-laptop-cerebro” para ganar un videojuego.

Usted se preguntará: “Si hace doce años conectamos dos cerebros, ¿por qué no se ven debates?” Y no le falta razón. Debería haber noticias, editoriales, un buen aspaviento civil. Lo cierto es que la velocidad de la innovación tecnológica contrasta drásticamente con el ritmo de la legislación: las sociedades son lentas para reaccionar a algunas consecuencias. Más lentas aún son las instituciones públicas; pueden pasar décadas antes de que un descubrimiento de gran importancia para los ciudadanos llegue a la conversación parlamentaria. Este desfase en el ejercicio del Estado, fruto de un aparato diseñado para la cautela, se vuelve letal cuando lo que está en juego es la integridad del sujeto de derechos.

Ese sujeto de derechos hace menos hipotética la cuestión: una adolescente con parálisis total se comunica con su madre a través de imágenes en una pantalla, y su entera forma de vida depende de una red eléctrica, un software privado, un servidor ajeno. Un empleado controla un robot para guardar la bóveda de un banco sin arriesgar su integridad física, y lo que debe protegerse en esa relación laboral no es externo, ni observable a simple vista. Todo está mediado por un conjunto de objetos jurídicos aún sin independencia de la persona, como sí la tienen sustancias de importancia médica. Sostener el ritmo tradicional del derecho equivale a renunciar a su función protectora. Lo importante es tratar el tema, por incómodo y extraño que nos resulte, y ha de ser una conversación informada para que las decisiones que se avecinan se tomen pensando primero en los humanos.

Hay que entender, ¿qué debería ser tomado en cuenta para proteger esta experiencia encarnada que el lector ya intuyó es el eje del asunto en el trabajo de don Esteban? Está vendiendo su experiencia, sus reflejos, sus recuerdos (todos ellos, literalmente estructuras físicas en su cerebro). No son inefables, pero su delimitación es casi imposible de tipificar sin ambigüedad. Sin embargo, el problema es independiente de si nos ponemos de acuerdo sobre la naturaleza del pensamiento. Las tecnologías van a llegar a estar disponibles para particulares –como es natural– y nosotros, el 99%, no tendremos las herramientas jurídicas para defendernos. O para hablar del objeto de mercado en primer lugar. Las últimas grandes conversaciones de este calibre que tuvimos como nación fueron la del genoma humano, nunca concretada, y la de la fertilización in vitro “a la tica”. Está claro que contamos con las herramientas civiles para tenerlas.

La región latinoamericana no es ajena al debate. Chile fue el primero. Estableció constitucionalmente dos cosas: el servicio de la ciencia al progreso humano, y reconocer que la integridad mental es un componente clave de la seguridad de datos. Luego, está en revisión en el Senado, una ley que introduce un marco de tres ejes: los neurodatos, que permiten blindar el rastro de información dejada por el cerebro de forma inevitable; la reversibilidad como objetivo vertebral de los procedimientos neurológicos, para asegurar la continuidad mental; y la integridad cerebral, como clave de la dignidad humana. ¿Por qué la dignidad humana? Porque depende de la capacidad del individuo para autodeterminarse. Por tanto, las tecnologías que son capaces de interferir con esta capacidad sin consentimiento previo, violan el principio articulador de los Derechos Humanos.

Cuando un actor externo tiene la capacidad de influir de manera directa en las decisiones, se rompe el sentido de agencia personal. Esta verdad hace tambalear desde el sistema penal, donde se asume que decidimos, hasta el derecho a mantener una identidad coherente, línea invisible que une pensamiento, acción y memoria. Una continuidad que solo puede existir si hay a su vez libertad de elección y acción. Libertades que solo pueden darse si existe la integridad cerebral: sin ella, no hay libertad de pensamiento (art. 18 de la DUDH), ni privacidad real, ni posibilidad de olvidar o de mantener los pensamientos protegidos del uso corporativo.

No solo de las corporaciones. También los Estados, los ejércitos, las plataformas digitales y los sistemas de crédito, que han evolucionado como actores políticos sin rostro. Su objetivo principal es auto-perpetuarse, sin responsabilidades éticas inherentes. El creciente interés en las neuro-técnicas, especialmente como herramientas de marketing, control y guerra, revela nuevas vulnerabilidades del derecho. ¿Qué impide que alguien extraiga de usted una secuencia neural única? ¿Que el robo de ideas sea literal?

¿Alguna vez se ha preguntado qué pasaría si el secreto intrínseco a la condición humana de pensar dejara de serlo? ¿Qué tal si sus patrones cerebrales fueran etiquetados como potencialmente criminales y por su seguridad le vetaran de servicios, espacios y oportunidades? Es obvio que urge un marco jurídico capaz de anticiparse a esto. Las soluciones aparentes exigen una cantidad de recursos que no tienen los Estados, estructuras más bien en decadencia frente a la omnicompetencia técnica de otros actores, más dinámicos, menos democráticos. Ellos cultivan cerebros con actividad propia. Ya traducen pensamientos. Ya construyen ordenadores con tejido nervioso vivo.

Nosotros, aún sin leyes. Tomados por sorpresa. Creyendo, todavía, que pensar es un acto íntimo.

Referencias bibliográficas

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