En los próximos días se emitirá la patente de un proceso clave en la elaboración de las principales vacunas contra la COVID-19. El gobierno de Estados Unidos controlará esa patente, lo que le ofrece una oportunidad para ejercer influencia sobre las compañías farmacéuticas y presionarlas para que amplíen el acceso de los países menos ricos a las vacunas, según puede leerse en un artículo del pasado 21 de marzo, publicado por The New York Times.
Por supuesto, la equidad entre países no ha sido un criterio importante al determinar el orden de vacunación. Del más de medio billón de vacunas que se ha administrado en el mundo hasta ahora, más de tres cuartas partes se han aplicado en los países más ricos del mundo. Se estima, además, que pasarán varios años antes de que los países pobres consigan vacunar a sus poblaciones. En Kenia, por ejemplo, sólo un 30% de la población habrá recibido la vacuna antes del 2023.
A cambio de una tranquilidad inmediata olvidamos esta gran desproporción en cuanto al acceso a las vacunas contra la COVID-19. Nuestro egoísmo nos hace olvidarlo. Por otra parte, es ingenuo pensar que la posibilidad de ubicarnos de primeros en la fila garantizaría que no volveríamos a contagiarnos con el coronavirus. Ingenuo y torpe. Cuanto mayor sea la desigualdad en el proceso de vacunación, menores serán las posibilidades de erradicar el coronavirus.
Por esto es necesario cambiar nuestro enfoque en relación con el acceso a las vacunas, no por supuestos motivos filantrópicos o altruistas sino por la convicción de que debemos reconsiderar las acciones que hemos emprendido desde hace poco más de un año, cuando se declaró la pandemia de la COVID-19. Ese golpe de timón significaría pasar del “yo primero” que ha prevalecido en nuestros días al “si todos ganamos, yo gano”.
Como pollos sin cabeza
El acelerado desarrollo de las vacunas contra la COVID-19 se logró, en buena medida, gracias al financiamiento de Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido. Esos gobiernos se asociaron con las empresas farmacéuticas, invirtieron miles de millones de dólares para conseguir las materias primas, financiar ensayos clínicos y modernizar las fábricas. Otra cifra millonaria se comprometió para la compra de las vacunas. Al asociarse con las empresas farmacéuticas, los gobiernos de esos países adquirieron la posibilidad de ser los primeros en vacunarse.
Según los expertos en salud, el virus sólo se replica cuando infecta a alguien. Es decir, no tiene el material para producir nuevos virus por sí solo. El coronavirus no tiene vida propia, pero podría seguir mutando mientras haya gente que no esté vacunada. Una vacunación que nos alcance a todos, a nivel planetario, es la forma más efectiva para evitar su mutación.
Las personas que se desplacen de un país a otro, inclusive las vacunadas, estarán continuamente expuestas a esas posibles mutaciones del virus, que podrían hacer necesarias nuevas campañas de vacunación. Esto supondría una espiral de mayor gasto y desigualdad. En este mundo interconectado y fluido, es iluso pensar que una vez que se ha vacunado la población de nuestro barrio, nuestra ciudad o país, estaremos protegidos contra posibles variantes del virus.
La pandemia nos encontró sin preparación y nos puso a correr de un lado a otro, como pollos descabezados. Cabeza es, precisamente, aquello que les ha faltado a nuestros gobernantes. Les ha faltado cabeza y les han sobrado compromisos económicos a los que deben responder. Desde el inicio de la pandemia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había solicitado que los contratos entre los países ricos y las empresas farmacéuticas incluyeran cláusulas que garantizaran una distribución equitativa de las vacunas. Esto no ocurrió, por supuesto, debido a que atentaba contra la competitividad entre las empresas farmacéuticas.
En mayo de 2020, los líderes de Pakistán, Ghana y Sudáfrica instaron a la OMS a considerar las vacunas como “bienes públicos mundiales” y a respaldar una vacuna que pudiera fabricarse con rapidez y distribuirse de manera gratuita. El gobierno de Trump se apresuró a bloquear esa propuesta y señaló que pedir un acceso equitativo a las vacunas y los tratamientos enviaba “un mensaje equivocado a los innovadores”.
Tener y no querer
La vida en nuestro pequeño planeta Tierra es disparatada y entrañable. Mientras algunos quieren y no tienen vacunas, otros tienen y no quieren. Quienes actúan de esa forma no entienden que vacunarse es una responsabilidad frente a los demás y no parecen valorar sus privilegios. Unos privilegios que, irónicamente, harían posible que todos estemos mejor.
Según un artículo publicado en la página web de CNN en español, el pasado 31 de marzo, en los Estados Unidos aproximadamente el 29% de los republicanos y el 28% de los cristianos evangélicos han manifestado que no se vacunarán. En nuestro país, el periódico La Nación del 2 de febrero destacó que más de 500 vecinos de Curridabat no estaban interesados en recibir la vacuna contra la COVID-19.
“Si todos ganan, yo gano”, afirma una regla ética sudafricana conocida como el ubuntu. Si todos nos vacunamos, me libro por fin de ese visitante sorpresivo e indeseable llamado coronavirus. Así de sencillo y, a la vez, ambicioso. Tan ambicioso como, idealmente, debió ser el pensamiento de nuestros gobernantes desde el principio.
Hoy nos queda la esperanza de que el presidente estadounidense saque provecho de la patente de la que dispone para negociar con las empresas farmacéuticas, en beneficio de todos. No es fácil. Tal vez sea necesario que se alineen los astros para que el señor Biden aplique un Ubuntu presidencial y nos saque, así, de este oscuro túnel pandémico. Como decían nuestros abuelos, la esperanza es lo último que se pierde.
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