El experimento democrático en Myanmar (antigua Birmania) ha resultado en un rotundo fracaso. La madrugada del pasado 1 de febrero la junta militar —que ostentó el control absoluto entre 1962 y 2011— ha ejecutado un golpe de estado de manual: ha disuelto la cámara legislativa, ha detenido a los principales líderes civiles y gobernadores de diferentes regiones, incluida la conocida jefa de gobierno y premio Nobel de la paz Aung San Suu Kyi y finalmente ha declarado el estado de emergencia por al menos un año. Myanmar regresa al “status quo” anterior al proceso de transición democrática iniciado en 2011 por lo que la junta militar recupera el poder absoluto en la figura del jefe del Estado Mayor, Min Aung Hlain.

El golpe de estado ocurrido en Myanmar tiene diferentes factores históricos que nos darían posibles respuestas ante la interrogante del ¿Por qué se ha dado de nuevo un golpe de estado en pleno siglo XXI? Para poder responder a esta pregunta se debe considerar esencialmente la fuerte influencia que el colonialismo —en este caso el colonialismo inglés, dado a que Myanmar fue colonia británica hasta su independencia en 1948— impregnó en los grupos de poder de sus antiguas colonias. Esto también lo podemos observar en antiguas colonias como India o Pakistán donde el ejército sigue ejerciendo un papel fundamental en la esfera política.

Myanmar, a diferencia de otras antiguas colonias inglesas, ha sido controlada desde su independencia por diferentes juntas militares a lo largo de los años. En 2008 cuando se redactó la actual Constitución, con la que se inició el proceso de cesión parcial del poder, los militares incluyeron el controversial artículo 417 en el que se autoriza a las fuerzas armadas a hacerse con el poder si consideraban en grave peligro la unidad del país. Ese “grave peligro” fue sin duda el resultado de las elecciones —segundas elecciones en la era de la transición democrática— celebradas el pasado noviembre en las que el partido gobernante de la líder Suu Kyi había logrado de nuevo una aplastante victoria: 83% de los 476 escaños en el Parlamento, mientras que el partido de los militares, el Partido de la Solidaridad y Desarrollo de la Unión (USDP), solamente consiguió 33 escaños.

33 escaños de 476 resultaron un golpe difícil de digerir para los militares que idearon una transición democrática con la firme convicción de mantener una importante cuota de poder. Por ello la USDP hizo la clásica maniobra antes de ejecutar el golpe: no reconocer los resultados y alegar de que se había cometido un inmenso fraude, pese a que la Comisión Electoral Nacional aseguró que las elecciones se desarrollaron de forma legítima.

La actual Constitución fue redactada con otro objetivo fundamental para los militares: impedir que Suu Kyi pueda ser presidenta. La hija del “Padre de la Nación” (el general Aung San) ha sido un símbolo mundial contra la represión desde principios de los noventa cuando decidió dejar Inglaterra y volver a la antigua Birmania donde pasaría los siguientes 15 años en arresto domiciliario.

En 2015 cuando su partido, la Liga Nacional para la Democracia, ganó las elecciones fue nombrada consejera de Estado y ministra de Asuntos Exteriores. A pesar de que la Constitución le prohíbe ser presidenta por tener hijos extranjeros, Suu Kyi era la líder indiscutible del gobierno civil de Myanmar, situación que no se traducía en una verdadera balanza de fuerzas con el ejército: los militares seguían controlando los principales ministerios y el 25% de los escaños del Parlamento, una situación que se convirtió en el principio del fin del experimento democrático de Myanmar.

Los convulsos años del gobierno civil resultaron ser un baño de realidad para el primer gobierno democrático de Myanmar. La prometida liberación económica estuvo cargada de favoritismos, mientras que los anhelos de desarrollo y crecimiento económico para las clases más desfavorecidas no llegaba.

El genocidio contra la minoría rohingya resultó ser una prueba de fuego para Suu Kyi. En 2017 ejército y la policía de Birmania iniciaron una campaña de expulsión y limpieza étnica contra los musulmanes rohinyas en el noroeste del país. Los hechos incluyeron cientos de masacres, violaciones y quema de casas, 725.000 desplazados y 25.000 muertos.

Estos hechos pusieron de manifiesto la lealtad de Suu Kye a su gobierno y por ende a los militares. El mundo esperaba una contundente condena por parte de Suu Kye contra estos hechos y en lugar de eso hubo todo lo contrario: “La situación en el estado de Rakhine es compleja y difícil de entender”, declaró ante el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya. También afirmó que las acusaciones de genocidio ofrecían una “imagen de la situación incompleta y engañosa”, tal como recoge el periódico The Guardian.

A pesar de que la imagen internacional de Suu Kye se fue por la borda dado a su negación de aceptar la implicación de su gobierno en crímenes contra la humanidad, su popularidad dentro Myanmar seguía siendo incuestionable. Inclusive en las pasadas elecciones su partido obtuvo mejores resultados que en 2015.

La defensa de los intereses de Estado por parte de Suu Kye no han sido motivo suficiente para evitar el golpe de estado y salvaguardar la débil democracia de Myanmar. Los militares sabían con antelación la fuerte tendencia nacionalista birmana de Suu Kye. Su lealtad al ejército significaba su propia supervivencia. El experimento democrático ha fallado por ahora.

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