La pandemia de la COVID-19 desató muchos temores, el rechazo a la inmunización contra el virus del SARS-CoV- 2   es quizás uno de los que más se han comentado y el más peligroso también, pues podría convertirse en el peor enemigo de la salud pública.

Es importante reflexionar que en el pasado el desarrollo de una vacuna tardaba entre 10 y 15 años en promedio. Actualmente ha sido posible acelerar los procesos en menos de un año, con tecnologías totalmente innovadoras, y gracias al trabajo conjunto de la industria farmacéutica y la comunidad científica que han compartido sus conocimientos y avances, conscientes de que una sola vacuna o tratamiento no es la solución, sino la mayor cantidad posible.

Fue gracias a este esfuerzo colaborativo que en tan solo un mes se logró identificar el genoma del virus del SARS-CoV-2 y en tres meses se inició el primer estudio clínico de una vacuna, para contar con ella en menos de un año.

No obstante, esta prontitud no debe ser nunca interpretada como una labor carente de rigurosidad científica. Si bien, debido a la emergencia de salud pública, algunas etapas se han llevado a cabo en paralelo, en ningún momento se han prescindido o acortado las fases necesarias de las evaluaciones de seguridad.

Es preciso reconocer que la industria farmacéutica cuenta con el respaldo de décadas de experiencia en la creación de vacunas, que cada año salvan millones de vidas en todo el mundo. Fue su exhaustivo trabajo lo que permitió acelerar los procesos de creación de las vacunas contra la COVID-19; además, las nuevas tecnologías tenían años de estarse desarrollando y sometiéndose a prueba, para ser empleadas ante una eventualidad como la que nos correspondió vivir ante la amenaza del nuevo coronavirus.

Así mismo otro punto importante que refuerza la seguridad de las vacunas contra la COVID-19, es que los fabricantes han facilitado a las autoridades sanitarias el acceso a los resultados de los ensayos clínicos durante todas las fases de ejecución, de forma que la revisión ha sido rigurosa y en conjunto durante cada paso.

Es imprescindible conocer que, antes de que se autorice el uso de una vacuna, el fabricante la prueba en ensayos clínicos. Estos son estudios de investigación diseñados para conocer cómo responde el organismo a las vacunas y a otros tratamientos.

La primera es la Fase 0 o preclínica, que incluye pruebas en laboratorio donde se debe demostrar que es segura y que funciona en los organismos vivos.

En la Fase I se administra la vacuna a grupos de alrededor de 100 personas sanas, para ver si resulta inocua.  Durante la Fase II se aumenta el número de personas a unas 300 para las pruebas, y en la Fase III el fabricante de la vacuna la prueba en ensayos de grandes proporciones, con la participación de alrededor 30 000 voluntarios.

La muestra está representada por todas las razas, géneros y edades, así como por personas con otras enfermedades, incluidas aquellas que presentan un mayor riesgo de complicaciones derivadas de la COVID-19.

Un dato relevante es que las autoridades sanitarias independientes como la Administración de Alimentos y Medicamentos de los EE.UU. (FDA) y la Agencia Europea de Medicamentos (EMA), evalúan los resultados de cada uno de los ensayos clínicos antes de autorizar el uso de las vacunas.

No obstante, existe desde años atrás una corriente que desacredita las vacunas y el empeño tan grande de la comunidad científica en encontrar soluciones a los males que aquejan a la sociedad, con el propósito de garantizar una mejor calidad de vida a las futuras generaciones.

Sin duda alguna, las vacunas se encuentran entre los mayores logros de la salud pública a lo largo de la historia, previniendo miles de enfermedades y muertes cada año. Sin embargo, a medida que los padecimientos y fallecimientos por males inmunoprevenibles han disminuido gracias al impacto de los programas de inmunización, ha aumentado, por el contrario, la desinformación sobre su seguridad.

Aunque es mucho más probable que una persona se vea afectada por una enfermedad inmunoprevenible que por el efecto de una vacuna, algunas personas deciden no vacunarse ni a sus hijos, debido a percepciones incorrectas sobre el riesgo de enfermar.

Ante estas ideologías preocupantes y peligrosas es transcendental comprender que todo medicamento puede tener efectos secundarios leves, lo cual es muy diferente a la información imprecisa que circula debido a las fake news.

Vale la pena recalcar que, los efectos secundarios graves son extremadamente infrecuentes, con un riesgo por persona de 0,00005%; un porcentaje mínimo en comparación con cifras que muestran que 1 de cada 5 personas podría estar en riesgo elevado de sufrir la COVID-19 y presentar complicaciones, según el estudio “Estimaciones mundiales, regionales y nacionales de la población con mayor riesgo de COVID-19 grave debido a condiciones de salud subyacentes en 2020” publicado por la revista científica The Lancet.

Precisamente por eso, el mensaje que debe quedar claro a toda la ciudadanía es el siguiente:  someterse a la vacunación contra la COVID-19 no solo protege su salud, sino que reduce la posibilidad de transmisión a aquellos más vulnerables; por eso la vacuna resulta una pieza clave en la lucha por acabar con esta pandemia.  No obstante, el objetivo no podrá lograrse hasta que un alto porcentaje de las personas alrededor del mundo se encuentren inmunizadas.

En palabras sencillas, sin su voto de confianza a las vacunas contra el virus del SARS-CoV-2 y al arduo trabajo de la ciencia y la industria farmacéutica, la pesadilla de la COVID-19 está lejos de terminar.

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