Hace cinco años, en un aeropuerto de Bruselas, comprendí de golpe que el mundo estaba cambiando. No fue una noticia en la televisión ni un anuncio oficial, fue la sensación física de que el planeta se estaba vaciando. Estaba ahí con un grupo de periodistas en un viaje profesional, cuando Bruselas comenzó a cerrarse sobre sí misma. Se cancelaban vuelos, los trenes se detenían, las instituciones cerraban sus puertas y el miedo se palpaba en el aire.
Las decisiones se tomaban en cuestión de horas. ¿Cómo regresar? ¿Cómo evitar quedar atrapados en un continente que, al igual que el resto del mundo, se apagaba poco a poco? Logramos volver a Costa Rica, pero la experiencia dejó una marca indeleble: por primera vez en mi vida sentí la urgencia de huir para salvarme. Vi a la gente correr en los aeropuertos, desesperados por regresar a casa, huyendo de un enemigo invisible.
Jamás podría comparar lo que viví con el sufrimiento de quienes migran por la violencia, el hambre o la persecución. No hay punto de comparación. No hay equivalencia posible entre esa experiencia y la de quienes arriesgan la vida por una oportunidad para sobrevivir. Pero sí hubo algo que, por un instante, me hizo pensar: el miedo a lo desconocido, la sensación de no tener el control de tu destino, de depender de decisiones políticas ajenas. Fue solo un atisbo, una sombra minúscula de lo que otros viven como una realidad constante y brutal.
El espejismo de un mundo mejor. Pasaron los meses y el mundo se quedó vacío. Las calles desiertas, las ciudades silenciadas, la vida en pausa. Y en ese vacío, muchos creímos —o quisimos creer— que la pandemia traería una transformación humana. Que el miedo compartido nos haría más empáticos, más solidarios, más conscientes de nuestra fragilidad. Nos convencimos de que el sufrimiento colectivo nos uniría, que valoraríamos más a la familia, la amistad, la comunidad.
Pero no. Cinco años después, el mundo se llenó de nuevo, pero no con lo que esperábamos. En Costa Rica, en la ex Suiza Centroamericana, lo que encontramos es una crisis de violencia sin precedentes. La gente muere en las calles a diario, los homicidios y suicidios alcanzan cifras aterradoras, y lo peor es que nos hemos acostumbrado. Nos indignamos por un momento, pero al día siguiente seguimos adelante, insensibles ante la barbarie. Y seguimos esperando soluciones, mientras el Ejecutivo, hasta el hastío, berrea y culpa a los demás de la falta de timón que tiene el país.
Nos prometimos que el COVID sería un antes y un después, pero ¿lo fue? Parecía que íbamos a cambiar, pero la verdad es que la ilusión se desvaneció tan rápido como las restricciones. Lo que quedó después de la pandemia no fue una humanidad renovada, sino una sociedad más desesperanzada, más indiferente.
No solo los muertos, sino los que quedaron con cicatrices. Si bien existen cifras sobre la cantidad de muertos por COVID en Costa Rica, con estimaciones que rondan entre 8.000 y 10.000 fallecidos según distintas fuentes y periodos de medición, no voy a detenerme en números. Las cifras pueden interpretarse de muchas maneras, y la variación en los datos depende de la metodología y la fuente. Lo verdaderamente importante es lo que los números no reflejan: no se trata solo de los que murieron, sino de los que quedaron marcados, física y emocionalmente.
Hay quienes hoy siguen lidiando con enfermedades crónicas derivadas del virus, aquellos cuyo cuerpo nunca se recuperó del todo. Pero más allá de lo físico, está la huella psicológica. La ansiedad, la depresión, el duelo no procesado, el miedo que persiste. Las familias que se rompieron, los proyectos que se esfumaron, la sensación de que nada es seguro.
Este artículo no pretende llenarse de cifras, porque los números pueden ser interpretados de muchas maneras. Para eso hay estudios, hay estadísticas, hay reportes. Pero lo que importa aquí es lo que no se mide fácilmente: la pérdida de algo más profundo.
El mundo sigue vacío. Aquel mundo vacío de hace cinco años, el de las calles desiertas y los aeropuertos colapsados de gente huyendo, ya no existe. Hoy el mundo está lleno nuevamente, pero vacío de humanidad.
Vacío de empatía, vacío de solidaridad, vacío de sensibilidad. La pandemia nos dio la oportunidad de reconstruirnos como sociedad, pero la dejamos pasar. En lugar de volvernos más humanos, nos volvimos más indiferentes. Y esa, tal vez, sea la peor consecuencia del COVID.
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