Crecer rodeado de militares no es nada agradable. Es de esas experiencias que estoy seguro nadie me envidia. Tal vez una de las más grandes y principales desventajas de residir en otro país que aún gaste en fusiles y tanques de guerra.
Ese es uno de los pocos no gratos recuerdos que guardo de mis años viviendo en Guatemala, donde aún es muy común ver a los uniformados desfilando por las calles o apretujados en el cajón de un pick up con sus trajes de fatiga, rostros pintados y sus armas de grueso calibre al hombro, rumbo a alguna misión especial.
Aunque afortunadamente nunca estuve involucrado ni me tocó presenciar algún hecho de violencia, con solo saber que existen, cual fuerza omnipresente, no deja de generar cierta inquietud y temor entre quienes nos preciamos de nuestra tradicional vena pacifista.
Por eso, cuando me tocó regresar a Costa Rica, a principios del año 2000, de todo lo que dejé atrás –familia, amigos, lugares de ensueño e inolvidables anécdotas- lo que menos extrañé fueron a los miembros de las Fuerzas Armadas de Guatemala.
Verme entonces de vuelta en un país libre de soldados y cuarteles, donde el único edificio que se le parece es hoy un museo que resguarda parte importante de nuestro patrimonio natural y cultural, fue un verdadero motivo de alivio y orgullo patrio.
Dicen que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. En mi caso, fue al revés. Bastó tener ejército otra vez para saber la importancia de haber perdido el nuestro hace más de 70 años. No fue sino hasta retornar a mi tierra, después de un lustro viviendo en un país militarizado –celebran el Día del Ejército cada 30 de junio-, que valoré realmente el significado de haber nacido en un país que borró del paisaje cotidiano cualquier vestigio desestabilizador de poder castrense.
¡Y en buena hora que lo hicimos! Me atrevería a decir que es una de las decisiones más trascendentales y visionarias de nuestra historia democrática. Detrás de aquel mazazo que, con convicción y valentía, propinó el 1 de diciembre de 1948, el entonces Presidente de la Junta Fundadora de la Segunda República, José Figueres Ferrer, había algo más que un acto meramente simbólico.
En definitiva, robándole la frase a Neil Armstrong, fue un pequeño golpe para un hombre, pero un gran golpe de autoridad para un país entero. A partir de ese momento de destrucción –de la pared del cuartel Bellavista- se empezó a construir otra obra, la más grande de todas: las bases de lo que sería piedra angular de nuestra identidad de país amante de la libertad, la paz y el Estado de Derecho. Le gritamos al mundo que no hacen falta soldados para defendernos. Que basta con invertir en educación, salud, ambiente e infraestructura para blindar nuestra soberanía de cualquier amenaza extranjera. Que las mejores armas para el progreso de una nación es un pueblo educado y culto, baluarte de la coexistencia pacífica y civilizada.
A los más jóvenes –entre los que aún me incluyo- puede que nos cueste dimensionar lo que la abolición del Ejército representa. A lo sumo lo referenciamos de algún libro de historia, artículo o documental, pero lo cierto es que nosotros somos producto precisamente de esa visionaria y estratégica decisión.
Gracias a ella nuestras madres nos parieron con la tranquilidad de que nunca iban a tener que despedir a un hijo para verlo regresar lisiado o en un ataúd. Que creceríamos con libros y no con fusiles bajo el brazo. Y que desfilaríamos por las calles, no con trajes verde olivo, sino luciendo los colores patrios para honrar nuestras libertades al ritmo de alegres ritmos musicales y no como parte de un ostentoso espectáculo marcial al estilo soviético o chino.
De no haber sido porque muchos tuvimos el privilegio de asistir a un centro educativo y no a una academia militar es que hoy podemos labrarnos con esfuerzo y dedicación un mejor futuro, ajenos a la obligación de tener que rifarnos el pellejo en un campo minado.
Los campos de las nuevas batallas del siglo XXI son otros: los de la ciencia, la cultura, el deporte, el arte y muchas otras áreas en las que hemos demostrado nuestro poderío, empuñando las armas del conocimiento, la investigación, el trabajo en equipo, la capacidad técnica y profesional de nuestra gente…
Sin ir muy lejos, así ha quedado de manifiesto en la gestión de la pandemia. ¿Quién se habría imaginado que una decisión tomada a mediados del siglo pasado podría tener una repercusión tan alta en pleno 2020? Pues sí, como toda decisión visionaria, rinde valiosos frutos en el largo plazo y la historia se encarga de colocarla en perspectiva.
Hoy, 72 años después, en medio de uno de los mayores retos que enfrentaremos en nuestras vidas, hemos alcanzado logros que difícilmente habrían sido posibles sin las políticas de inversión social a las que apostamos a mediados del siglo pasado.
Sin la abolición del Ejército, no tendríamos un pelotón de soldados de gabacha blanca que, desde sus laboratorios, desarrollan proyectos pioneros en el mundo para el combate de la covid-19. Ni tampoco al regimiento de médicos, enfermeros, asistentes y técnicos que, armados con mascarillas, guantes y un inagotable sentido de solidaridad y amor al prójimo, integran la primera línea de combate contra el virus, el más letal de los enemigos que ni siquiera los SEALS han podido vencer.
Sin la abolición del Ejército, tampoco habríamos tenido la capacidad, demostrada días atrás, para sentarnos a dialogar en una mesa multisectorial donde, si bien ha costado llegar a acuerdos, al menos, los que se han tomado, son producto de la sana concertación y negociación, lejos de cualquier asomo de fuerza, violencia y matonismo.
Estos son solo algunos ejemplos prácticos recientes del impacto y alcance de una medida que es razón de orgullo, respeto y admiración para cualquier costarricense que honra y defiende su vocación cultural pacifista. Me atrevería a decir que, junto al “pura vida”, es de nuestras mejores cartas de presentación dentro y fuera de nuestras fronteras.
Sirva este 72 aniversario de la abolición del Ejército para reflexionar sobre el significado real y valioso de ser un país orgullosamente libre de militares en un mundo que, enfrascado en una nueva y peligrosa carrera armamentista, parece estar empecinado en caminar en la dirección contraria.
¿Estaremos a tiempo de contribuir a evitar un desenlace fatal insospechado?
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