De regreso a Guatemala luego de un viaje por Europa con su esposa, el eminente economista y diplomático latinoamericano Gert Rosenthal publicó su columna en El Periódico bajo el título “El lujo de enfermarse en Guatemala”. Relataba cómo fue sorprendido por los precios favorables a los que adquirió en Europa un antiinflamatorio, un broncodilatador y otras medicinas de uso cotidiano. En París le costaron entre 3 y 6 veces menos que en su país: el mismísimo producto, de la mismísima casa farmacéutica. La nota terminaba con un comentario del mismo tenor: “Yo me pregunto, ¿por qué no se pueden ofrecer estos medicamentos en Guatemala a más o menos los mismos precios que se cotizan en Europa? Sin duda, la explicación radica en que el lucro adquiere prioridad sobre la salud de la población (...)”.
Relatos parecidos hubiesen sido posibles en casi cualquier otro país de América Latina, donde a menudo no hay otra manera de explicar la pésima relación entre costo y calidad de la inversión pública en los insumos de salud. Lo que pasa es que al cabo de mucho tiempo de actividad, los círculos viciosos público-privados dejan incrustadas en nuestras instituciones, estructuras ilegales que extraen la riqueza pública, incrementando los costos y disminuyendo la calidad de los bienes y servicios adquiridos.
Literalmente: empobreciendo al Estado y a la ciudadanía, robándole a los más necesitados.
En cualquiera de los niveles del Estado y del sector privado podemos encontrar agentes de dichas estructuras que actúan en contubernio. Por ejemplo, generando las condiciones que lleven al desabasto de algún insumo médico, que a su vez genera acciones legales —a menudo planificadas como parte del mismo plan criminal—, que llevan al sujeto público a adquirir de emergencia bienes y servicios a precios inflados hasta 40 veces.
Lo contrario ocurre cuando las relaciones público-privadas son virtuosas. Cuando la dirección política de una institución decide desbaratar las telarañas de funcionarios corruptos, y cuando en el sector privado se encuentran empresarios firmes que dignamente se rebelan a los designios de sus colegas, que reparten la baraja de las compras preasignadas. Entonces la transformación inicial es posible.
La corrupción ha progresado tanto en los últimos lustros que los márgenes de mejora en términos de eficiencia son realmente grandes. De tal manera que cuando las compras y la implementación de programas públicos son honestamente bien intencionados, tienden con facilidad a lograr importantes ahorros. Efectivamente, junto a entidades públicas de varios países de la región —Argentina, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Perú— UNOPS ha logrado ahorros de al menos el 24% hasta casi el 60% sobre precios anteriores, en la construcción de infraestructura y en la compra de medicamentos, de aparatos médicos, de insumos médico-quirúrgicos.
Ahora bien, esto es solo la transformación inicial. ¿Es esta transformación inicial sostenible? ¿Cómo podemos evitar que viejas y nuevas asociaciones ilegales vuelvan a filtrarse por doquier, armando telarañas de corrupción cada vez más fuertes y contaminando todos los ambientes? La política, las instituciones públicas, las empresas, los medios, la academia, y las ONGs.
Responder estas preguntas es ahora más fácil: el relato del viaje de los Rosenthal a Europa y sus comentarios fueron antes de la pandemia. Ahora, la experiencia que estamos ganando día tras día en esta convivencia forzada con COVID-19, nos lleva inexorablemente a la necesidad de volver a pensar en el valor de las cosas. A redefinir la importancia de la salud pública universal, a buscar nuevas formas para su gobernanza que eviten que el lucro se vuelva prioridad por sobre la salud.
Estamos entendiendo en estos días, a golpes de pérdidas y renuncias personales, que el precio no es la medida del valor de las cosas, y que crear valor no es lo mismo que ganar dinero. Es más, estamos entendiendo en carne propia que muchas de las actividades que más dinero generan, lo hacen precisamente extrayendo valor a la “cosa pública”, que no es más que la República, dejando así a la ciudadanía grotescamente burlada.
Al valor sostenible, que es el fin mismo de la #GestiónPúblicaJustayEquitativa, dedicaremos la siguiente entrega de esta columna, con el propósito de descubrir algo nuevo —o, quizá, recordar algo olvidado— acerca del valor de las cosas.
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