Los recursos que el Estado destina a crear capacidades en los ciudadanos a través de los servicios de educación son una inversión cuyos beneficios se perciben en el mediano plazo. Esto comprende recursos humanos, materiales e infraestructura.
La inversión en educación en el país tuvo una fuerte contracción en los años ochenta. A inicios de esa década representaba el 5,3% del Producto Interno Bruto (PBI) e inició una tendencia decreciente hasta llegar a su punto mínimo en 1988 cuando cayó a 3.8% del PIB. En esa década se redujo sustancialmente la construcción de colegios y una generación completa no llegó a las aulas debido a la crisis económica que el país experimentó en esa década y que elevó hasta un 50% el total de hogares en condición de pobreza. La caída de la inversión en educación hizo que en pocos años se perdiera una cuarta parte de la inversión social por habitante, se necesitaron 24 años para empezar a recuperarla y 34 años para alcanzar los niveles pre-crisis (Trejos y Mata, 2020).
La decisión de los legisladores de enmendar el error histórico de los años 80 los llevó a establecer en 1997 la norma constitucional que asignaba el 6% del PIB de la inversión pública a educación y que en 2010 pasó al 8% vigente que ha sido, sin duda, la política de Estado más relevante de los últimos tiempos y una decisión inédita en América Latina, reconocida internacionalmente.
En los años 90 la inversión en educación se mantuvo alrededor del 4% del PIB y no fue sino hasta el 2000 cuando el país logró recuperar los porcentajes de inversión que tenía a finales de los 70 y principios de los 80. Entre el 2001 y 2007 la inversión se mantuvo alrededor del 5% del PIB y en los años siguientes comenzó a aumentar hasta llegar a representar el 7.5% en el 2019. El logro más relevante de los últimos años ha sido la sostenibilidad de la inversión en educación pese a la difícil situación fiscal, lo cual le ha permitido al país recuperar y aumentar coberturas; atender el déficit histórico de infraestructura que heredamos de los 80 y volver a construir colegios y escuelas así como cerrar brechas educativas gracias a los programas de equidad (becas, transporte y alimentación) que han sido los rubros más dinámicos de esa inversión en los últimos años, beneficiando especialmente a los estudiantes más vulnerables.
En los últimos dos años, sin embargo, la inversión educativa ha empezado de nuevo a perder prioridad: se contrajo en términos reales en el 2018 y mostró estancamiento en el 2019 según los estudios de Trejos y Mata para el Estado de la Nación, situación que aleja al país del cumplimiento de la norma constitucional del 8% del PIB.
Momentos difíciles no pueden llevarnos a decisiones equivocadas
Actualmente el agravamiento de la situación fiscal debido a la pandemia por la enfermedad COVID-19 coloca al país frente a decisiones difíciles sobre qué rubros recortar para evitar que el Estado caiga en una situación de insolvencia. Es la hora que no queríamos tener pero que llegó y frente a ella tener visión de largo plazo sobre el futuro del país es lo que debe prevalecer ante cualquier decisión de recorte.
Se discuten esta semana en la Asamblea Legislativa 40 mociones al presupuesto de educación del 2021 que en suma recortan ₡190 mil millones que impactan programas importantes de equidad, tecnologías de información, evaluación y capacitación docente, justamente las áreas que hoy más se requieren para cerrar las brechas que la pandemia ha ampliado y que afectan a los y las estudiantes más vulnerables. Se trata también de los programas que se requieren para preparar la reapertura de los centros educativos el próximo año la cual debería darse cuanto antes a fin de evitar mayores brechas y retrocesos en los aprendizajes de la mayoría de los estudiantes.
En la actual coyuntura es necesario que el país mantenga el rol protector de la educación como hasta ahora lo ha hecho y como lo muestra el programa de Comedores Escolares del MEP, con el cual Costa Rica ha dado una lección en América Latina sobre la importancia de contar con políticas educativas universales robustas y sostenibles en materia financiera que han protegido a estudiantes y sus familias en la pandemia. En esta línea un estudio reciente de Naciones Unidas, presentado la semana pasada, señaló que hoy más que nunca los países deben proteger al máximo los presupuestos en educación en todos los niveles y asegurar que el monto de los presupuestos en términos absolutos se mantenga o incluso crezca para evitar comprometer el desarrollo humano de toda una generación.
Lo anterior requiere una apuesta clara por la niñez y adolescencia de los países y un gran liderazgo de los gobiernos y los parlamentos de los países para poder salir bien de la emergencia. Lo que implica garantizar acciones claves como aperturas seguras de centros educativos con infraestructura y conectividad adecuadas, así como planes remediales con recursos educativos, tecnológicos suficientes que permitan recuperar con éxito las trayectorias educativas de los niños, niñas y adolescentes y evitar altos índices de exclusión. Se trata de tareas claves que demandarán también un uso altamente eficiente de los fondos y una gestión por resultados de las instituciones del Estado.
Hoy vivimos momentos complejos en donde las decisiones que se tomen marcarán los caminos a seguir en los próximos años. Es por ello que no podemos cometer el error histórico de los 80 de recortar en educación, lo cual fue, sin lugar a dudas, una mala decisión de política pública cuyos costos ya conocemos y que sabemos no es la senda que nos permitirá enfrentar el futuro, ni lograr una sociedad de mayores oportunidades.
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