Creo que Carlos Alvarado Quesada, y su gobierno le hicieron un enorme servicio al país con el proyecto de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas en 2018. Eso marcó el inicio de su mandato. Nos llenó de esperanza de que la alianza nacional que representaba su gabinete haría las cosas de manera diferente; de qué una nueva generación de gobernantes tendría el coraje y la visión para tomar las difíciles decisiones que le urgían al país.

En un gobierno pasan muchas cosas y, como es natural, en algunas áreas se alcanzan logros importantes y en otras se quedan cortos. La verdad es que, hasta el inicio de la pandemia, este gobierno y Asamblea Legislativa habían avanzado en temas clave para el país con mayor decisión y fluidez que en gobiernos anteriores. Hay muchos logros por encima de la ley fiscal, como el hecho de completar las leyes para la incorporación a OCDE. No todo era perfecto, el gobierno se había quedado corto en algunas áreas, como lo muestra su incapacidad para cumplir con la segunda parte de su propio plan fiscal, que tenía que ver con una reducción estructural del gasto público.

En este contexto nos sorprendió esta pandemia y, más allá de las críticas que se puedan hacer de su manejo, la verdad es que nos ha sumido en una crisis fiscal y de deuda sin precedentes que; de no trabajarse bien, limitará la capacidad del país para crecer vigorosamente en producción, productividad, progreso social y sostenibilidad, por muchos años.

A mí se me “para la peluca” cuando oigo a autoridades económicas decir que en 10 años habremos bajado la deuda total a 50% del PIB, por ejemplo. Para que ese porcentaje caiga mucho más, no sólo hay que reducir la deuda, sino que se puede aumentar el PIB ―en mi opinión una opción mucho más atractiva―. En una década, si se crece al 7% anual, el tamaño de la economía se duplica y eso quiere decir que la deuda de 80% del PIB se bajaría a 40%. Si a eso le agregamos una rebaja estructural y sostenida de la deuda, una meta razonable para 2030 puede ser que la deuda represente entre 25 y 30% del PIB, como máximo. Para lograr esto, es necesario “soltar todas las amarras”, “darle alas” a nuestros sectores productivos y trabajar con la misma fuerza que lo hemos venido haciendo en atraer inversiones extranjeras y aumentar nuestro comercio internacional. También hay que reducir el costo total de nuestro aparato estatal.

Pero el plan propuesto por el gobierno para enfrentar la coyuntura y traer un poco de liquidez del FMI al país, se ha centrado en aumentar impuestos a las empresas y ciudadanos, y no toca de manera significativa la causa más importante del déficit, que es un aparato estatal gigantesco, con 234 instituciones públicas (sin contar municipalidades y consejos distritales) y el multitudinario y excesivamente remunerado empleo que generan. Para ponerlo en perspectiva, según un estudio del BID, esto representa 83 más que el segundo país de América Latina con mayor número de instituciones. Y la carga de salarios públicos desproporcionados explica en buena parte el crecimiento de la desigualdad en el país; una situación increíble, si se toma en cuenta la labor que realizan.

Hay naciones de la región con robustez institucional y desempeño social a nuestra altura ―Uruguay y Chile― y otras con crecimiento económico muy superior ―Panamá y Perú― que han logrado esos niveles de desarrollo social y productivo con mucho menos instituciones. Más instituciones no significa mejor desarrollo.

Costa Rica recientemente ha venido perdiendo terreno a naciones vecinas y distantes en muchos campos. Por ejemplo, éramos más eficaces en convertir nuestro crecimiento económico en progreso social cuando teníamos menos instituciones y más bien descansábamos en alianzas público-privadas de facto para llevar bienestar a nuestra gente.

Por ejemplo, instrumentos de desarrollo económico y social como las cooperativas, el solidarismo y la seguridad social llevaron por décadas enorme bienestar a cientos de miles de familias y a muchos sectores y regiones del país. Con el tiempo, su acción fue parcial y paulatinamente desplazada por leyes e instrumentos que, lejos de descansar en la dinámica de una sociedad integrada y solidaria sin mediación del gobierno; crearon programas e instituciones que ―aunque sonaran muy bien en el papel― al final no eran más que nuevas burocracias que logran mucho menos que las vías directas que desplazaron. Lo mismo nos ha pasado en otros sectores donde intervenciones del gobierno, algunas bien intencionadas, solo han creado más capas de burocracia entre los objetivos buscados y sus resultados. Y cada capa burocrática implica más trámites, más gasto en salarios, oportunidades de corrupción, perdidas de eficiencia y reducción de la eficacia para el país. Representan ―en pocas palabras― destrucción de valor.

Si se ve lo ocurrido en los últimos 25 años, con la proliferación de estas “capas de burocracia” ―muchas de ellas subdivisiones innecesarias de instituciones ya existentes―; debe quedar claro que el Estado costarricense es adicto a la burocracia y a la creación de empleos públicos. Y muchas de esas capas de burocracia vienen de propuestas legislativas y/o del Poder Ejecutivo, con asignaciones presupuestarias excesivas y poco realistas.

La creación de algunas entidades públicas puede haber tenido objetivos loables, pero en la práctica consumen recursos ―no los producen―; aumentan trámites, regulaciones y requisitos; incrementan la carga fiscal y con ella la deuda pública, beneficiando el tamaño y compensación de la burocracia; pero encareciendo y dificultando la inversión privada, la actividad empresarial y la generación de empleos productivos. Exactamente lo contrario de lo que la coyuntura exige.

El problema con esto es como el de la familia de un adicto. Cuando un adicto entra en una pausa de su adicción, la familia se llena de esperanza de que logrará mantenerse disciplinado y no tendrá recaídas, que podrá retomar el rumbo de su vida con el mal recuerdo de un pasado terrible, pero con un futuro prometedor. Desafortunadamente las adicciones, como enfermedades incurables que son, muy frecuentemente implican recaídas y un profundo dolor y destrucción de valor para las familias que las padecen, tanto por el costo de la adicción en sí, como por el impacto sobre la economía y la vida de sus familiares y amigos.

Lo mismo pasa con la adicción del Estado costarricense a la burocracia, el empleo público, los trámites y la destrucción de valor. Con la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas de 2018, se introdujeron algunos conceptos valiosos que dejaban entrever que se reconocía la adicción y que pronto se tomarían otras medidas para para ponerla bajo control. Pero aparentemente la adicción es más fuerte de lo que la familia costarricense pensaba.

Se nos vino encima la pandemia, que por un lado agudizó y por otro lado puso en evidencia la adicción y su enorme costo para el conjunto de la sociedad. Y para nuestra tragedia común, quienes debían intervenir, decidieron que mejor pedían plata a terceros para pagar las deudas y las “tortas” del adicto, así profundizando su difícil situación; en vez de entrarle con fuerza al tratamiento para poner en remisión la enfermedad y tratar de terminar de una vez con ella. Como suele ocurrir, le tuvieron más temor al sufrimiento y reacción del adicto que al impacto destructivo que éste tiene sobre sus vidas.

La propuesta desarrollada por las autoridades económicas es una clara muestra de lo anterior. Se le pide a la familia del Estado adicto ―las empresas, los sectores, las comunidades y los ciudadanos y a organismos internacionales― aumentar su contribución para pagar la destrucción de valor ya incurrida y la que vendrá; para mantener al adicto y su adicción, no vaya a ser que proteste y que lo haga de manera violenta. Pero tenerle miedo al adicto nunca resuelve el problema del Estado, tal y como no lo hace a nivel familiar.

En este caso había que hacer dos cosas: pedir algo de liquidez a los amigos ―a la ciudadanía, a las empresas y al FMI― para hacer frente a algunas deudas; pero a la vez garantizándoles que se pondría el Estado adicto en un fuerte tratamiento para controlar su enfermedad y prevenir una recaída. Esto implicaba una propuesta donde se disminuyera el número de instituciones públicas y se establecieran límites claros y políticas que restringieran el crecimiento de los salarios públicos y, a la vez, se vendieran algunos activos del adicto y la familia ―aún si tomaba algún tiempo hacerlo y resultaba doloroso― pues lo justo y correcto era que ellos mismos aportaran a su tratamiento de manera clara.

El problema de no hacer todo lo anterior es que la enfermedad sigue latente. Las promesas del Estado ―como las de todo adicto― son aceptadas y hasta bienvenidas, pero no creídas si no media en ellas sacrificio y tratamiento.

Si la solución se da en la forma que plantea la actual propuesta del gobierno, la adicción seguirá su curso y, aunque la familia y los amigos hagan sus aportes; pronto enfrentaremos una recaída que nos pondrá de frente a una nueva crisis fiscal, a un incremento de la deuda; y la familia costarricense seguirá sufriendo los costos de la terrible adicción de su Estado.

Los argumentos del presidente son que “tirar a la calle a empleados públicos” no resuelve el problema y que “vender activos toma mucho tiempo”. Lo que no ha entendido es que su decisión de proteger empleos públicos, que destruyen valor, igual va a dejar sin oportunidades de empleo productivo a cientos de miles por muchos meses y quizás años. El desempleo y la pobreza igual se van a dar, pero será del lado de la empresa privada. Él está protegiendo a quienes destruyen valor, pidiéndole sacrificio a quienes sí aportan riqueza.

En nuestra analogía es como la madre que, por proteger al hijo adicto, sacrifica el futuro de sus hermanos, pidiéndoles sacrifico y aportes para pagar sus “tortas”. Y lo que no entiende es que las limitaciones que padecerán sus otros hijos, igual son consecuencias de su decisión. Y como medida es mucho peor, porque en vez de estimular al hijo productivo, manda la señal de que solo haciéndose adicto se contará con su protección. En nuestra analogía le dice a nuestra juventud que el futuro está en el Estado y no en emprender y crear riqueza para beneficio propio y del conjunto de la sociedad.

Y si la venta de activos toma algún tiempo, no importa. Es la señal correcta a los parientes y amigos que están aportando recursos en medio de la crisis. Si pueden esperar una década para rebajar la deuda a 50%, según su argumentación, estoy seguro que podemos esperar dos años o más para, en un momento más propicio, vender los activos que sí valen y harán diferencia; pero queremos el compromiso ya, para así hacer nuestras contribuciones con alguna esperanza de que ahora sí será la última vez.

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