El lunes anterior, Jaime García Gómez, Alberto Trejos Zúñiga y yo le presentamos, en nombre de INCAE, nuestro análisis del Índice de Progreso Social 2020 a una audiencia nacional. Hay mucho que comentar, pero hoy quiero enfocarme sobre 5 temas muy concretos.
El primero tiene que ver con los salarios del sector público costarricense. El gasto en salarios del sector público es simplemente excesivo y desproporcionado. Alberto nos mostró con cifras muy claras que el sector público costarricense, en su conjunto, gasta demasiado en comparación con las otras naciones miembros de OCDE y que claramente esto no se debe a los salarios bajos del sector, que los hay y muchos, sino a que la “clase profesional” de nuestra burocracia estatal se ha repartido el dinero del fisco y los ingresos excesivos y/o subsidiados de las entidades autónomas “con cuchara grande”.
Solo para dar un sentido de cuánto han abusado, el gasto total en salarios, relativo a la productividad nacional es 220% del promedio y por mucho el más alto de OCDE. Para que quede clarísimo, relativo a nuestro PIB per cápita, pagamos 120% más en salarios públicos, que el promedio de OCDE.
El segundo tema tiene que ver con el deterioro global de los derechos de las personas. En general, pero particularmente entre las naciones latinoamericanas y las recién afiliadas a OCDE, el componente de derechos personales se ha deteriorado en la última década. Que un componente que evalúa el acceso a los derechos políticos, la libertad de expresión, la libertad de culto, el acceso igualitario a la justicia y el derecho de las mujeres a la propiedad privada se hay adeteriorado significativamente debe preocuparnos y mucho. Esto tiene que ver con los líderes que hemos escogido o se nos han impuesto y con el desgaste general del contrato social que parecen sufrir muchas naciones.
De hecho, tal vez estableciendo el tono para el resto del mundo y de la región, en Estados Unidos y pese a que aún tienen un desempeño alto, en 2020, se considera el ejercicio de los derechos señalados como un tema en riesgo. En América Latina sobresalen en la escala de su caída en la década Brasil, Colombia, República Dominicana y Nicaragua, pero en nuestro país también ha habido deterioro de 2,1% respecto a 2011.
El tercer tema es, en muchos sentidos, el que más nos debe preocupar. En Acceso a Educación Superior y pese a que invertimos desproporcionadamente en la educación pública y tenemos un amplio sistema de educación superior privada, somos apenas la mediana de América Latina (posición 9 entre 17 naciones con datos completos) y los últimos de OCDE, por debajo de México, Chile y Colombia. También se debe mencionar que, aunque somos los líderes en Acceso a Conocimientos Básicos en América Latina, ésta es un área donde estamos rezagados a nivel global y en OCDE. Esto es grave. Que no estemos aprovechando lo poco que nos queda del bono demográfico y que, implícitamente le estemos poniendo límite a la disponibilidad de capital humano para seguir compitiendo en la cuarta revolución industrial es quizás, estructuralmente, nuestra debilidad más importante.
Algo similar nos ha ocurrido con la Seguridad Personal. En Seguridad Personal, entre 2011 y 2020, crecimos por 5 años y luego regresamos al punto de partida en los siguientes 5 años. Y esto se debe a dos elementos muy claros: la tasa de homicidios y la cantidad de muertes en carretera. Ambos indicadores superan las 11 muertes anuales por cada 100,000 habitantes por lo que se podrían considerar una epidemia nacional. Esto tiende a empeorar de la mano de dos factores, el crecimiento del crimen organizado y el número de femicidios que se da recientemente en nuestro país. En el componente de muertes en carretera, los principales factores son el mal diseño y pobre señalización de las carreteras, la pobre educación vial y el aumento desproporcionado de motociclistas, una alta proporción de ellos sin licencia. Circular en nuestras áreas rurales nos permite ver motociclistas sin casco y sin chaleco reflector —y de acuerdo con las estadísticas, sin licencia de conducir— exponiéndose y exponiendo a sus familiares a vista y paciencia de las autoridades nacionales.
El último factor que quiero señalar es “curioso”. En Costa Rica, la eficiencia con que convertíamos el crecimiento económico en progreso social ha cambiado radicalmente y no lo ha hecho para bien. En las décadas que siguieron a la revolución de 1948, el país capturó todo el valor de las reformas sociales de los años 40 y de las inversiones en seguridad social, derechos laborales, electrificación, bancarización, acceso a agua potable, a capacitación técnica y a cultura y deporte que significaron los gobiernos de la época. Además de esto, había instrumentos como el cooperativismo y el solidarismo que permitieron a amplios sectores de nuestra población fortalecer su bienestar personal, familiar y comunitario.
Pero en tiempos recientes el crecimiento del progreso social se ha concentrado en la burocracia pública que mencionamos al inicio de esta nota; pues la riqueza creada se ha concentrado en sus manos; en una minoría que representa el 13% del empleo total. En otras palabras, hemos decidido —por no poner atención, diría mi abuela— que la riqueza creada solo se convierta en un creciente progreso social para los empleados públicos de mayor rango. No es tanto que hayamos perdido la capacidad de convertir nuestro crecimiento en progreso social, sino que por medio de instrumentos laborales —convenciones colectivas, beneficios y pluses—, un poder desmedido y un claro conflicto de interés; la clase política y la burocracia institucional se hayan “robado” el crecimiento de nuestro bienestar.
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