El 26 de julio de 1991 quien seguramente ha sido, junto con Cecilia Sánchez, la mejor ministra de Justicia de la Segunda República, Elizabeth Odio, puso llave a la Penitenciaría de la Isla de San Lucas. No es casualidad, tampoco, que Sánchez clausurara en 2016 la antigua Máxima Seguridad de La Reforma conocida como Las Tumbas. Ambos espacios carcelarios fueron, en definitiva, lugares de aislamiento enloquecedores e inhumanos absolutamente incompatibles con la noción más básica de derechos humanos. Dos mujeres cultas, valientes y progresistas que supieron leer los signos de los tiempos para acabar con décadas de indignidad y dolor.
No tengo duda de que el proyecto que ha impulsado el despacho de la primera dama para, en las próximas semanas, reabrir San Lucas, convertida ahora en un Parque Nacional, implica un punto de inflexión en un país demasiado desacostumbrado a la historia o, quizás, demasiado habituado a reproducir mitos fundacionales que no se corresponden con la realidad.
Por cómo se ha transmitido la noticia, tengo la impresión de que corremos el riesgo de que a San Lucas empecemos a verla como un lugar para irse de paseo, a ver selva y montarse en lancha. Todo bien si, colateralmente, esta inauguración mejora la recaudación para la Municipalidad de Puntarenas. Pero hay que decirlo, uno no va a Auschwitz a pasar la tarde ni llega a Alcatraz para montarse en ferri y tener mejor vista de la ciudad de San Francisco. Estos son lugares para sobrecogerse y para pensar en todo lo que no queremos que se repita.
Aunque siempre tuve la impresión que ni ellos mismos se creían su propuesta, inviable desde todo punto de vista —económico, jurídico, material, cultural—, pero muy rentable en clave electoral, no olvidemos que hace unos poquísimos años atrás, Carlos Chinchilla, expresidente de la Corte, y Otto Guevara, exdiputado, propusieron usar nuevamente la isla como un centro penal. Por suerte, ambos están hoy en el retiro, pero esas ideas populistas no dejarán de asomarse en otras voces y con otras caras.
Por ello, estoy convencido de que la reapertura de San Lucas debe ser un momento, antes que nada, para la memoria histórica. Que recorrer las viejas instalaciones sirva para reafirmarnos en los valores que justificaron su clausura. Que sirva para pensar que este país no es ni la democracia centenaria ni la sociedad pacífica y respetuosa de los derechos humanos que nos hemos empeñado en creer que somos. Que nuestras conquistas, que no son pocas, han sido fruto también de la sensatez, que de ellas uno puede sentirse satisfecho, pero que para alcanzarlas se dejó por el camino mucho dolor y la deshumanización del otro. La historia que nos avergüenza no debe ocultarse ni blanquearse, hay que exhibirla para conjurar el riesgo de volver a toparnos con ella.
En San Lucas se cometieron torturas, el Estado las disimuló y en muchos casos las promovió activamente. Y no, ni siquiera se cometieron contra delincuentes peligrosos; hay reportes de que allí se prisionalizaron, incluso, a indigentes menores de edad. Gente mayoritariamente pobre que nunca fue resarcida por los horrores vividos. Se habilitaron áreas que fueron utilizadas simplemente para atormentar a los internos en medio de un calor infernal.
En fin, en adelante, la Isla de San Lucas deberá convertirse en una parada obligatoria para todos los costarricenses y, al tiempo, en una alerta de los enormes desafíos que aún no logramos resolver para tener un sistema penitenciario moderno y humanista. Un homenaje a las víctimas de aquel pasaje de horror que duró más de un siglo, un homenaje que pasa por no meter debajo de la alfombra nuestras miserias colectivas. Es de justicia.
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