Costa Rica enfrenta una oleada sin precedentes de homicidios vinculados al sicariato, un fenómeno que ha puesto a prueba la eficacia de nuestra política criminal y las medidas adoptadas por los tres poderes del Estado. Esta situación exige un replanteamiento urgente de las estrategias y legislaciones para no solo enfrentar, sino prevenir la normalización de esta alarmante realidad.

El poder punitivo del Estado tiene como fundamento primordial la protección de los bienes jurídicos más relevantes para la sociedad, como la vida, la libertad y la propiedad, entre otros. Este poder se ejerce a través de la imposición de sanciones que buscan prevenir la comisión de delitos y mantener el orden público. Sin embargo, hemos sido testigos de un notable declive en la efectividad de este poder punitivo.

Diversos factores han contribuido a este fenómeno, incluyendo la saturación de los sistemas judiciales, la insuficiencia de las políticas de reinserción social y un enfoque muchas veces más reactivo que preventivo. A esto se suma una creciente percepción de impunidad, alimentada por la lentitud y en ocasiones, la ineficacia de las respuestas estatales frente a la delincuencia compleja y de alto impacto como lo es el sicariato y el crimen organizado.

El sistema penitenciario costarricense, pese a estar bajo escrutinio constante, ha mostrado ser un caldo de cultivo para la perpetración de delitos desde la sombra de las cárceles. En este contexto, los "beneficios carcelarios" abarcan no solo las prerrogativas legales en la ejecución de la sanción, sino también situaciones anómalas y contraproducentes que no deberían suceder, como el ingreso de teléfonos celulares, estupefacientes, alimentos, entre otros.

La infiltración de estos elementos y la laxitud en el control sobre los mismos, sumada a la permisividad en la administración de otros beneficios penitenciarios, ha facilitado que incluso desde la prisión, algunas personas privadas de libertad continúen operando con relativa impunidad. Esta permisividad es inconcebible en el contexto actual que demanda una revisión rigurosa y medidas correctivas inmediatas.

En el sistema judicial, pese a que la facultad de imponer medidas cautelares está claramente establecida, existe una tendencia marcada hacia un enfoque demasiado conservador en la aplicación de la prisión preventiva, a la luz del principio de última ratio.

El panorama legislativo no es más alentador. Proyectos como el expediente 23.986, que propone endurecer los criterios para la prisión preventiva, no son suficientes si se ignoran las falencias estructurales que permiten a los imputados seguir delinquiendo a través, por ejemplo, de medios tecnológicos, aun estando bajo custodia estatal.

Las medidas restrictivas en Costa Rica deberían ser proporcionales a la gravedad y al impacto social de la delincuencia cometida, especialmente en un contexto de crecientes homicidios y criminalidad organizada. La normativa actual permite equiparar el arresto domiciliario o el monitoreo electrónico, ya sea aplicado como media cautelar o como pena, con la reclusión en prisión, según lo establece el artículo 3 del Reglamento para la aplicación de los mecanismos electrónicos alternativos al cumplimiento de la privación de libertad número N° 40117-JP, equivalencia que, no refleja la severidad con la que se castigan estos delitos.

Aunque legal, esta práctica no capta la intensidad de los crímenes relacionados con el sicariato y las redes criminales. El arresto domiciliario y el monitoreo electrónico para cumplir una sanción o como medida cautelar, a pesar de limitar la libertad, permiten a la persona mantener un nivel de interacción social y acceso a recursos que no se comparan con las condiciones de aislamiento y supervisión estricta que debería haber  en una prisión.

La reforma de la política de adaptación social y la eliminación de interpretaciones excesivamente amplias en la ley respecto a las vulnerabilidades que justifican la atenuación de penas y el uso desproporcionado del monitoreo electrónico, tanto como medida cautelar como en el cumplimiento de la sanción, merece un análisis más meticuloso y profundo a efectos de lograr su rediseño para que sean más precisas y restringidas, con el objeto claro de prevenir la reincidencia y garantizar una reintegración efectiva de las personas privadas de libertad a la sociedad.

Estas medidas deben estar delineadas, de manera que limiten cualquier ambigüedad legal que pueda llevar a aplicaciones inadecuadas que, lejos de servir al propósito de la justicia, terminen por facilitar ciclos continuos de criminalidad. Al definir con exactitud los criterios bajo los cuales se aplican estas medidas, se puede asegurar que cumplan su función rehabilitadora sin comprometer la seguridad pública.

En un país que enfrenta un aumento en la violencia y la criminalidad organizada, aplicar medidas menos severas puede ser insuficiente para prevenir que los delincuentes continúen con sus actividades o para disuadir a futuros criminales. Esta falta de severidad en la aplicación de las las medidas cautelares y las penas puede erosionar la confianza pública en la efectividad del sistema judicial para manejar adecuadamente la criminalidad grave.

Por ello, se debe revisar y ajustar estas políticas para asegurar que las respuestas penales correspondan realmente a la gravedad de los delitos que se busca sancionar y prevenir.

Es hora de que Costa Rica adopte un enfoque menos retórico y más pragmático hacia la política criminal. Los desafíos que enfrentamos no se resolverán con discursos ni con legislaciones que no se traduzcan en cambios reales y tangibles en nuestras provincias. Los poderes del Estado deben colaborar de manera efectiva y sin demora para implementar una estrategia integral que restaure la seguridad y la tranquilidad pública, desplazando la cultura de la impunidad por una de justicia y responsabilidad efectiva.

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