El principio “Salus populi suprema lex est”, atribuido a Cicerón, concentra desde su origen una serie de empoderamientos que solo en una situación de emergencia extrema encuentran cobijo para enfrentar la anormalidad que puede llegar a generarse de frente a un virus pandémico como el que atravesamos.
La legalidad ordinaria, derivada de los artículos 11 de la Constitución Política y 11 de la Ley General de la Administración Pública, conservan plena efectividad, salvo que en su curso de actuación deban ceder ante una legalidad extraordinaria querida y prevista por el legislador. Nos referimos concretamente al artículo 367 de la Ley General de Salud, que reconoce directamente al ministro de Salud la potestad de declarar cualquier zona del territorio nacional, de forma extraordinaria y de modo temporal, bajo control sanitario, y adoptar las medidas necesarias y las facultades extraordinarias que autorice totalmente a sus delegados para extinguir o evitar la propagación de la epidemia. No cabe duda, esta legalidad extraordinaria preserva un grado de dilatación en el accionar del poder público, inusual en un estado de normalidad.
Como puede observarse, se trata de un principio transversal y que, como tal, prevalece sobre cualquier otra potestad que esté directamente enfrentada con la situación de emergencia contra la cual se ha emprendido su lucha. Al punto de que, en lo que es de su competencia, se debe estricta sujeción por parte del resto de las Administraciones Públicas. Dice el artículo 169 de la Ley General de Salud que, “en caso de peligro de epidemia o de epidemia declarados por el Poder Ejecutivo, toda persona queda obligada a colaborar activamente con las autoridades de salud y, en especial, los funcionarios de la administración pública y los profesionales en ciencias de la salud y oficios de colaboración”.
De igual forma lo señala el artículo 33 de la Ley Nacional de Emergencias y Prevención de Riesgo, que todas las dependencias, las instituciones públicas y los gobiernos locales estarán obligados a coordinar con la Comisión Nacional de Emergencias y colaborar de forma efectiva con la Declaratoria de Emergencia decretada al efecto por el Poder Ejecutivo. Esa misma Ley establece, en su artículo 34, que el Poder Ejecutivo puede decretar restricciones sobre habitabilidad, tránsito e intercambio de bienes y servicios en las regiones del territorio nacional afectado por una emergencia.
Como se observa, es precisamente esa excepcionalidad la que atribuye potestades sobre la Administración para poder enfrentar efectivamente aquellas situaciones de emergencia que encuentren una causalidad entre el evento y la medida adoptada, pues de lo contrario podríamos calificarla como de un exceso por parte del poder público.
No debemos pasar por alto que la Ley General de Salud de 30 de octubre de 1973, fue diseñada con el auspicio de la OMS y en su exposición de motivos claramente se puede leer: “el Proyecto General de Salud que se propone constituye el conjunto de preceptos obligatorios que reconocen a los individuos derechos concernientes a su salud y que reglan su conducta respecto de todos aquellos asuntos en los que entre en juego la salud de la persona y del grupo, imponiendo, con criterio técnico, restricciones al ejercicio de otros derechos fundamentales que ceden en importancia ante la consideración del interés público”.
Tanto el derecho fundamental a la salud, como el sistema sanitario que lo preserva y con el cual se ha venido diseñando la atención de esta pandemia, emergen de la misma e imperiosa necesidad que tiene el Estado costarricense de preservar su institucionalidad y el orden público. Negar esta realidad conllevaría también a prohibir que la necesidad es fuente directa y necesaria del ordenamiento jurídico para poder preservar el sistema. Esta construcción posibilita considerar que ante situaciones o contextos excepcionales, la legalidad ordinaria ceda y sea sustituida por la legalidad extraordinaria o de crisis, como bien se ha reconocido. Sin duda, la salud es hoy la Ley Suprema.
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