En los últimos meses se ha tomado una serie de medidas sanitarias a nivel mundial para enfrentar la pandemia de Covid-19 debida a la propagación del coronavirus SARS-CoV-2. Estas medidas sanitarias consisten en un llamado al distanciamiento social o físico entre la población que incluye periodos de cuarentena total o parcial según el país y el índice de contagios, así como medidas de sanitización y desinfección de superficies y de objetos de uso cotidiano y alimenticios. También involucra otras medidas como el lavado de manos continuo, la prohibición de tocarse el rostro con las manos sin lavar, un protocolo para estornudar y toser, la utilización de equipos de protección como mascarillas (barbijos, cubreboca, tapaboca) y caretas para quienes deben pasar más tiempo expuestos entre grupos de personas.

Entre las medidas de protección poblacional una en especial capturó mi atención. Fue a finales de marzo cuando a raíz de una publicación sobre Italia sentí la curiosidad de indagar un poco más. En dicha publicación BBC News daba cuenta sobre una campaña llamada “El derecho a decir adiós”, que consistía en  adquirir tabletas para que los ancianos enfermos sin posibilidades de sobrevivir tuvieran la oportunidad de despedirse de sus familiares. Algunos profesionales de la salud declararon que era dramático que estas personas suplicaran para que alguien en su lugar se despidiera de sus familiares, dado que, a raíz de las estrictas medidas de cuarentena y distanciamiento social, no era posible que los enfermos recibieran visitas. Entonces, recordé aquella lamentación de Bécquer, ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! 

La soledad de los muertos en esta coyuntura es un quebranto de la memoria y un distanciamiento social que impone la interrupción de los duelos. Hay un gran silencio para quien muere en la cama de un hospital, sin ritual, apenas para conocimiento de su grupo familiar, pues todo ocurre como si la muerte por Covid-19 diera más vergüenza que el propio hecho de morir.  No hay caravana fúnebre, ni servicios religiosos o de velación, no hay sentidos pésames, ni presencias dolientes. Ya no es el silencio sepulcral el que someterá a los muertos a su usual soledad, sino el silencio sanitario para proteger a los vivos; el ritual fúnebre que fija en la memoria la presencia del individuo fallecido se sustituye por una salida del teatro del mundo desde la puerta de atrás. No he dejado de pensar en la tristeza de estas personas y sus familias, sin un último contacto, con el duelo roto. Si de por sí ya la muerte es un evento conmovedor, ahora bajo el manto del distanciamiento, ¿cómo vamos a asimilar la danza de la muerte?

En el protocolo de la OMS sobre el manejo de los cadáveres, tras la defunción provocada por esta enfermedad, tanto si el fallecimiento es en el hogar, como en un centro hospitalario, se indica que deben tomarse medidas de protección para quienes deban estar en contacto directo con los enfermos y posteriormente con los cadáveres. Estas medidas responden sin duda a una visión biopolítica de la OMS que ha sido adoptada por muchos países¹. Ante el desconocimiento que aún prevalece acerca del coronavirus SARS-CoV-2 las regulaciones parecen llevarnos a un momento en el que debe recurrirse a una fortaleza emocional significativa. En el caso de Costa Rica, las disposiciones fueron divulgadas en varios medios de comunicación, así como en un video en el que el Dr. Marco Vinicio Boza² explica que solamente un familiar tendrá oportunidad de identificar el cuerpo del fallecido, el cual estará dentro de una bolsa transparente. Dichas disposiciones implican, además, que no se contará con más de quince minutos de permanencia para despedirse del muerto, al cual no cabrá la posibilidad de acercase. Por último, el cadáver se colocará en una funda oscura especial y con instrucciones puntuales será entregado a la funeraria o familiar; se hace hincapié en que la inhumación no debe superar las 24 horas después del fallecimiento, mientras que el féretro debe mantenerse cerrado en todo momento.

A pesar de que hay una serie de estadísticas que colocan a la enfermedad Covid-19 por debajo de muchas otras según su tasa de mortalidad/letalidad, las medidas sanitarias ante esta pandemia se han ido tornando cada vez más severas según se incrementan los contagios o se desarrolla la misma (evolución). Característica que hace que el virus SARS-CoV-2 sea tan temido puesto que a mayor cantidad de pacientes requiriendo atención hospitalaria, mayor riesgo de saturar estos servicios y colapsarlos. Por ende, pasar a una situación inmanejable como se ha visto en Ecuador, Italia, España y New York, entre otros lugares, en donde debido a las carencias la atención médica debe ser negada a unos y administrada a otros, suscita temores razonables. 

En cuanto a la soledad de los moribundos y los muertos en este contexto, algunos reciben el mínimo acompañamiento, sea de personal hospitalario o del familiar elegido para la ocasión, pero en New York cientos de indigentes, personas no identificadas y otros cuyas familias no pueden costear un servicio fúnebre, son enterrados en una fosa común en la isla Hart reservada precisamente para ser el destino de los sin nombre desde 1868. En las fosas comunes de la isla Hart, residen los cuerpos de los aquellos que fueron sepultados sin la posibilidad de ser despedidos. Muchos murieron en las calles o en sus casas sin atención médica, en la pobreza extrema que les impide tener acceso a un lugar para que reposen con dignidad sus restos; son los muertos sin memoria, sin un lugar para ser llorados. Resulta llamativo que, ante las imágenes de las fosas comunes abiertas y el apilamiento de modestos ataúdes con maquinaria pesada, mientras transcurre la pandemia y crecen las cifras de fallecimientos, algunos expresaran su malestar al ver expuesta esta otra realidad. Sin embargo, hubo quienes señalaron acertadamente que las fosas comunes son una práctica cotidiana e histórica, pues los muertos sin nombre han sido doblemente olvidados desde siempre. Quizá esta pandemia despierta el horror dormido, abre la caja de los temores que ante la muerte llevamos a cuestas y que estaban adormecidos y estas escenas tristes los han invocado de golpe, pero sospecho que una vez se controle la crisis, volveremos a una versión retocada de lo que hemos sido, una sociedad del espectáculo y el cansancio³. 

En cuanto a espectáculo, la pandemia no ha defraudado, basta mencionar un caso de sistema de salud en crisis protagonizado en Ecuador, cuyas imágenes en fotografía y video han reavivado los Triunfos de la Muerte. En este país se ha denunciado la falta de atención a los enfermos en hospitales, lo que lleva a que hayan muerto personas sin la mínima atención médica, familias forzadas a dejar a sus muertos envueltos en sábanas a la orilla de la calle después de transcurridos varios días del deceso, a la espera de que las autoridades sanitarias los lleven a la morgue sin la menor atención del protocolo. A pesar de la existencia de los protocolos y recomendaciones sanitarias, cuando un sistema de salud colapsa qué sigue, en qué medida se corresponden la crisis con las gestiones biopolíticas. En Ecuador hay parientes buscando a sus fallecidos sin éxito porque los registros en las morgues no están actualizados debido al desbordamiento de cadáveres. Se ha confirmado que ni siquiera las funerarias y cementerios tienen capacidad operativa ante esta crisis pandémica, entonces, cabe preguntar de qué forma van a lidiar los Estados, los ministerios y secretarías de salud, los hospitales, morgues y funerarias, cuando la administración biopolítica de una crisis pandémica quede reducida al papel. 

En España e Italia, por ejemplo, en donde la cifra de fallecimientos y contagios se disparó durante marzo y abril, se sigue un protocolo que determina el traslado directo del cadáver desde el hospital a la morgue y de ahí directo al enterramiento o cremación.  Estos rituales fúnebres que algunas autoridades sanitarias recomiendan que integremos a nuestro imaginario dentro de una nueva normalidad, han sido calificados de amargos y solitarios, no obstante me pregunto ¿no eran así de todas formas en la vieja normalidad? Quizá la diferencia radica en el acompañamiento para los vivos, quienes tendrán que llorar en sus casas a la distancia, experimentar un duelo interrumpido con la idea que sus muertos se fueron sin “algo”, como un abrazo o una mirada, sin la despedida o algunas palabras de consuelo; que los velatorios no son posibles, los pésames van a ser virtuales y probablemente la ausencia y el vacío se prolonguen. Morir hospitalizado por Covid-19 debería declararse muerte violenta, por cuanto arrebata y no permite ninguna despedida. 

Ante la incertidumbre actual, los regímenes  biopolíticos dan palos de ciego. ¿Cómo prever lo que se avecina cuando escuchamos el rumor de segundas y terceras olas de la pandemia? Puede que alcance para echar mano de otras fortalezas, otros protocolos, otra política que nos proponga la manera de reducir el impacto de un duelo roto y el temor de las ausencias irresueltas. Los cuerpos de los difuntos se fueron hasta sus nichos cortejados por el silencio, mientras aquí se quedaron los cuerpos de los vivos, en una existencia confinada entre el duelo y la fantasmagoría. Y quizá por eso nosotros, los vivos, debamos quizá volver a decir con Bécquer: “¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es vil materia, podredumbre y cieno? ¡No sé; pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde repugnancia y duelo, al dejar tan tristes, tan solos los muertos!”.

1. He consultado los protocolos de la OMS, Costa Rica, España, Ecuador y la ciudad de New York. Los cuales presentan algunas diferencias locales, sin embargo, siguen la ruta trazada por la OMS.
2. Médico intensivista, especialista en medicina crítica, infectología, medicina interna y epidemiología.
3. Hago alusión a los conceptos de Guy Debord “sociedad del espectáculo” y de Byung-Chul Han “sociedad del cansancio”

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