El abominable femicidio de Luany Salazar Zamora es un ejemplo más del desprecio cultural y social que nuestras sociedades patriarcales han aplicado sistemáticamente a la mitad de la población del planeta, las mujeres.

A lo largo de siglos, lo femenino ha sido sistemáticamente descalificado, invisibilizado, despreciado y odiado, por eso no es de extrañar que, pese al avance en los derechos humanos en favor de las mujeres, la alfabetización y el desarrollo humano general, sigamos viendo con cierta inconsciencia la violencia de género y su expresión más brutal, el femicidio.

Esta descalificación, a veces simbólica, a veces explícita, hace que socialmente se menosprecie nuestra vida, se descalifique nuestra voz, nuestra conducta y nuestra humanidad.

Pero, ¿qué pasaría si invertimos los valores culturales de ese menosprecio?

Si poco a poco nuestra sociedad ha ido tomando conciencia que buena parte de la violencia de género está íntimamente ligada a la forma en que los varones son socializados y educados, pues deberíamos tomar acciones al respecto.

Me preocupa especialmente que las mujeres avancemos cada vez más en nuestra autonomía y conciencia de derechos, mientras que los hombres continúan, desde el punto de vista social y cultural, con valores completamente desfasados y trogloditas donde se normaliza el control y el ejercicio del poder sobre nosotras, nuestras vidas y cuerpos, con manifestaciones tan brutales como la pornografía –la “nueva” forma de “educarse” los varones desde su más tierna infancia--, la aceptación de la violencia a través de los mensajes explícitos en telenovelas, programas de televisión y cine, mensajes en medios de comunicación, publicidad y redes sociales de todo tipo, así como a través de “chistes” y comentarios, entre muchos otros.

Qué gratificante sería si ante un hecho de violencia de género o la desaparición de cualquier mujer, sin importar edad ni origen, saltaran todas las alarmas sociales y policiales.

Perfectamente podríamos impulsar la conformación de una policía especializada de acción rápida que verifique nuestra seguridad y es probable que, con una acción de política pública de este calibre, suceda lo que ya se ha constatado mundialmente cuando se apuesta por el desarrollo de las mujeres, que se benefician las familias y las comunidades de manera integral.

Invertir los protagonistas

Ante una noticia que de cuenta de cómo iba vestida la víctima del femicidio y contar antecedentes de su vida privada, ¿que tal si cambiamos el foco –guardando, obviamente la presunción de inocencia del sospechoso y resguardando la vida privada de la afectada--, y nos centramos en la conducta de la masculinidad tóxica?

Bien podríamos comenzar a hablar del porqué un hombre común y corriente llega a una situación de violencia de género y de asesinato contra una mujer o una persona menor de edad, sin “aparente” razón. Contamos con notables expertos en masculinidad que realizan un excelente trabajo develando la perversidad de la masculinidad tóxica.

Como periodistas y comunicadores podríamos explicar a nuestros lectores que un femicida o agresor de mujeres no necesariamente es un enfermo mental, drogadicto o desquiciado, sino que su comportamiento podría ser producto, entre otras cosas, de una conducta aprendida y normalizada socialmente a lo largo de su vida.

El asesinato de Luany así como otros ocurridos en los últimos años, es fiel reflejo de la sociedad que somos, donde la desaparición de una mujer o un acto de violencia contra ella desata comentarios denigrantes y hostiles como los típicos “nadie la tiene yendo a la casa de un desconocido, eso no es de buenas muchachas”, o “eso le pasa por andar en la calle y vestir de manera atrevida”, o “esa muchacha era muy alegre y despreocupada”.

La carga de la prueba suele recaer sobre el comportamiento de la mujer que ha sufrido la violencia, porque inconscientemente, seguimos creyendo que el espacio femenino es el privado, el de la casa y el de la “buena reputación”.

Si protegiéramos con prioridad absoluta la vida de las mujeres de todas las edades, cuidaríamos, de hecho, la vida de todos los seres humanos. 

Ya es hora que nuestra sociedad y nuestras instituciones cambian sus prioridades, esa es la deuda social que tenemos con Luany y con tantas otras mujeres víctimas de femicidios.

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