Existen dos definiciones, una más común que la otra, del sistema democrático. La primera (llamémosle idealista) afirma que la democracia es el poder que el pueblo ejerce mediante su soberanía sobre las decisiones políticas de la comunidad. Los gobiernos deben actuar siempre en representación del pueblo, quienes les delegan la responsabilidad de tomar las decisiones en la búsqueda de su mejor interés. El problema con esta primera definición, que subrayaba el filósofo francés Raymond Aron en su “Curso sobre la Introducción a la Filosofía Política”, es la ambigüedad de sus conceptos: ¿el pueblo es la mayoría pasiva o las minorías activas? Tampoco es del todo claro cuáles son los contornos y alcances de la soberanía. Por último, aunque sea muy atractivo declarar el mejor interés de todos, lo cierto es que resulta casi imposible saber qué lo es y qué no con exactitud.
La segunda definición (llamémosla material) define la democracia como un sistema para la obtención del poder conforme a una determinada cantidad de reglas materializadas en una constitución —escrita o no— que las elites políticas, sociales y económicas acuerdan en un momento dado, con la finalidad de excluir la violencia en el concurso por el poder. Esta definición contiene el problema de ser más sencilla y menos ambiciosa pero esos mismos defectos son su virtud: es más aterrizada.
Ahora bien, eliminar la violencia como medio válido para ganar la competencia supone al menos dos cosas: limitar la arbitrariedad del poder, imponiéndole límites que lo sujetan a la legalidad de su uso; y la igualdad, aunque sea formal, de todos los agentes que participan en el sistema. El liberalismo ha sido históricamente el que ha realizado el mayor aporte doctrinario para garantizar los dos supuestos mencionados, sosteniendo la inviolabilidad del individuo y la necesaria esfera de independencia entre este y el Estado. Sin embargo, existe un frágil equilibrio entre la democracia entendida en sentido material y el liberalismo como doctrina política. La posibilidad que un determinado grupo político llegue al poder siguiendo las reglas preestablecidas con la intención de aumentar las prerrogativas del Estado y disminuir la esfera de autonomía de los ciudadanos, implica un desafío antiguo y actual para el liberalismo.
El problema no es evidente, la democracia, como se ha visto, requiere la paridad de todos los individuos que la componen. No obstante, la igualdad no se agota en los derechos políticos (o libertades formales) sino que progresivamente avanza —como lo demuestra la historia del siglo XX— hacia los derechos económicos (o libertades materiales). Se desprenden dos hechos: la existencia de múltiples libertades (“positivas” y “negativas” en términos Berlineanos) que pueden ser excluyentes entre sí; y un Estado más activo en la repartición de las riquezas. El sociólogo francés, Alexis De Tocqueville, intuyó en su libro “Sobre la Democracia en América” la relación conflictiva entre ambas formas y de manera análoga, aunque formulada en términos distintos, el filósofo alemán Karl Marx también trató el problema.
Aunque Tocqueville creía que la democracia occidental resultaría inevitablemente en la igualdad material, las décadas anteriores han demostrado que la tendencia no es irreversible. En los últimos 40 años, los gobiernos en Occidente, han transitado del modelo Estatal Benefactor a un modelo gerencial, dejándole al mercado la tarea de creación y reparto de las riquezas. Aunque resulta sensato dejarle al mercado la función de crear riquezas (la teoría y los datos demuestran irrefutablemente su capacidad), no lo es asignarle exclusivamente la tarea de repartirla. Pese a que no toda forma de desigualdad es inherentemente mala, su crecimiento sí es un problema. Al aumentar las disparidades, se extiende un descontento hacia las instituciones democráticas y el sistema en general puesto que los ciudadanos ya no se sienten iguales a quienes ostentan el poder. Resulta normal que el desencanto haya venido tomando forma a través de líderes, partidos políticos y movimientos como Trump, Le Pen, Vox, Unidas Podemos, las protestas en Chile. Lo anterior carece de originalidad por sí mismo y no es nada que no se haya dicho incansablemente desde el referéndum británico y la elección de los republicanos en Estados Unidos en el 2016.
Para los liberales estrictamente económicos, en cambio, la lección aún está por aprenderse. En su esfuerzo por reducir las ineficiencias estatales, que influyen directamente sobre el funcionamiento del mercado, han sacrificado gran parte de las libertades económicas. A raíz de esto, existe una animadversión generalizada hacia las tesis más básicas del liberalismo y la sospecha de que siempre fue o se ha convertido en el discurso legitimador del estado actual de las cosas. De ahí la erosión paulatina y escandalosa de los pilares de la democracia como lo son el diálogo, el compromiso y el respeto a la diversidad.
Los hechos recientes, además, no son más alentadores. Alrededor del mundo la desigualdad está proyectada en aumentar, implicando mayor desconfianza en el orden establecido y un repliegue definitivo hacia la política tribal que no respeta las reglas mínimas del juego para la obtención y el ejercicio del poder. Pese a que existe suficiente confianza en que las instituciones puedan resistir el fenómeno actual, no queda claro que lo pueda hacer sostenidamente.
¿Cuál debería de ser uno de los enfoques para aquellos que se reclaman liberales? Comprender finalmente que el liberalismo como doctrina política solo puede ser puesto en práctica a través de la democracia representativa y que esta última supone la necesidad de que los ciudadanos no se sientan profundamente desiguales porque de lo contrario se desvirtúa la confianza en la igualdad política y los cimientos que antes se creían intocables en el sistema sean cuestionados.
El equilibrio entre las tensiones políticas y económicas es frágil pero es la única vía para proteger la democracia y principalmente la autonomía del individuo. Los liberales deberían de reconocer la lección y aceptar la necesidad de un Estado que asegure aunque sea una cantidad mínima de servicios y oportunidades para todos sus ciudadanos. Las políticas de distribución de las riquezas, lejos de ser consideradas incompatibles con la doctrina liberal, son indispensables para asegurar su permanencia y sus innumerables beneficios. Reconociendo lo anterior, su labor también sería la de asegurar la sostenibilidad de esos recursos, la eficiencia de los programas públicos para los fines que se propone y la defensa del individuo frente a las discrecionalidades del poder Estatal. De lo contrario, el resentimiento terminará por dejarnos con algunas libertades económicas pero no políticas, o eventualmente sin ninguna de las dos. Ya lo señalaba Adam Smith: “no puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”.
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