Vivimos tiempos difíciles en prácticamente todos los sectores, y el de la privacidad no es una excepción. Ya hay quien promulga que la vida, como la conocíamos antes de la pandemia ha finalizado para siempre. En ese contexto, se comienza a hablar también del fin del derecho a la privacidad.
En prácticamente todas las legislaciones existentes en materia de protección de datos personales, los datos relativos a la salud son considerados datos de carácter sensible, esto quiere decir, datos especialmente protegidos en cuanto a su tratamiento, recolección y eventual divulgación. Pero también, en la mayoría de las legislaciones se establecen restricciones al derecho de la protección de datos en casos de interés público, por protección de intereses vitales o para la correcta administración de los servicios del Estado, en especial los relacionados con la salud. Estas restricciones en la mayoría de las jurisdicciones deben estar respaldadas en una ley.
Nos enfrentamos a una pandemia con unos alcances nunca vistos en la vida moderna, en donde la principal paradoja es que, en un mundo altamente conectado, las conexiones nos ponen en riesgo de contagio. La tecnología puede ser un aliado clave para la lucha contra el contagio del virus, y difícilmente alguien podría estar en contra de utilizarla para luchar en contra de la pandemia, al contrario, probablemente sea ésta la principal arma en la batalla contra el virus.
El problema lo presenta la colisión entre el interés colectivo de evitar el contagio y el derecho a la privacidad de los ciudadanos. Tecnologías ya existentes como las cámaras térmicas, la geolocalización de nuestros Smartphone, drones, dispositivos wearable o incluso la información de nuestras compras con una tarjeta de crédito, utilizadas en conjunto mediante herramientas de inteligencia artificial, pueden resultar muy efectivas para identificar enfermos, las personas que potencialmente estuvieron en contacto con ellos, o verificar por parte de las autoridades sanitarias, el cumplimiento de órdenes sanitarias, distanciamiento social o cuarentenas.
Hoy, desde una perspectiva occidental y respetuosa de los derechos humanos, quizá se podría pensar que resulta de un individualismo inaceptable oponerse a que los Estados puedan utilizar estas tecnologías para proteger nuestra propia supervivencia, sin embargo, es un riesgo que, al relativizar el derecho a la privacidad en tiempos de crisis, abramos una puerta que luego no podamos volver a cerrar.
Existe un peligro de que los propios gobiernos comiencen a violentar derechos fundamentales en aras de detener la extensión de la pandemia, con detenciones arbitrarias, o con la identificación de grupos de riesgo que puedan afrontar seguimiento, aislamiento, discriminación o confinaciones. También, riesgo de que un inadecuado tratamiento de estos datos pueda terminar difundiéndolos a la colectividad, generando situaciones de persecución colectiva o violencia contra las personas supuestamente infectadas. Algo similar hemos comenzado a ver con personas o incluso autoridades que promueven la exposición pública de quienes no respetan las ordenes de confinamiento.
Pero quizá el riesgo mayor, y lo que preocupa a los defensores y profesionales de la privacidad es ¿Qué harán las autoridades y las empresas con esta gigantesca cantidad de información una vez que finalice la pandemia? ¿Volveremos a conceptualizar de la misma forma el derecho a la privacidad una vez cese esta situación o habremos retrocedido irremediablemente en la materia? Quien dude de que las situaciones de crisis siempre son un buen pretexto para relativizar derechos fundamentales, que recuerde cómo era viajar en un avión antes del 11 de setiembre.
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