¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones?
Michel Foucault, Vigilar y Castigar.
En su obra Vigilar y Castigar (1975), Michel Foucault explora las funciones estructurales del sistema penal, del castigo institucionalizado como pena y de la prisión como respuesta casi universal para la mayoría de los delitos. La obra del filósofo francés se mantiene vigente porque su idea central es también uno de los ejes del Derecho Penal y Penitenciario Moderno: aunque la fascinación por el “espectáculo punitivo” ya no invita a presenciar las ejecuciones de los procesados (por ejemplo), sino que el castigo se convirtió en la parte oculta, sigue existiendo una necesidad social de reflejar la pena como un castigo, ya no físico, pero sí firme, de manera que quien la sufre sienta sobre sí el peso del reproche colectivo.
De tal manera que, a pesar de que las penas físicas (como la ejecución y los trabajos forzados) han cedido su lugar en los Estados democráticos, la prisión sigue ejerciendo el rol castigador sobre las personas privadas de libertad (claro está, bajo una apariencia simbólicamente más higiénica y potable que otras penas más crueles) y el rol atemorizante sobre los individuos libres. Dicho de otro modo, aunque no veamos el interior de una cárcel, sabemos que existe, y es una realidad de la que buscamos permanecer ajenos.
Esta posición higienizada del castigo les permite a los individuos que se consideran ajenos a la acción del sistema penal, apartar la mirada, con cierta comodidad, de las vejaciones que, contra los Derechos Humanos, puedan ocurrir a lo interno de los centros penales. Tales maltratos solo serán relevantes, para la mayoría de las personas, en la medida en que alguien cercano, o ellos mismos, se enfrenten con el proceso penal, ya sea en la figura de la pena de prisión, o en la de la prisión preventiva (pues lamentablemente, en la práctica, la experiencia de ser encarcelado provisionalmente se asemeja muchísimo —y en algunos casos es incluso más grosera— que la de estar sentenciado).
¿Qué ocurre, sin embargo, cuando de manera excepcional, es toda la sociedad la que se encuentra encerrada? ¿Es siquiera imaginable un cambio tan radical de paradigma? ¿Cómo podría la mayoría de la sociedad identificarse con un suplicio tan cruel como la pérdida de la libertad? No me refiero a los casos en los que un inocente se deba enfrentar a la privación de libertad. Esa realidad es tan cotidiana y antigua como el castigo propio. Hablo de la realidad cuasi distópica en la que, como mundo, nos encontramos atrapados desde hace varias semanas: muchos estamos encerrados, en parte por voluntad propia, en parte por coacción estatal, en una estrategia global para resguardar la salud pública y debilitar la pandemia de COVID-19.
Si bien las medidas de distanciamiento social se han adoptado en gran cantidad de países, existen matices importantes que pueden acrecentar (o aminorar) la sensación de encierro. En el territorio cero de la pandemia, en Wuhan, China, una estricta cuarentena se impuso desde el 23 de enero para reducir el acelerado y masivo contagio. Las secuelas psicológicas del encierro total recién se empiezan a detectar:
Un estudio de la Sociedad China de Psicología encontró en febrero que un 42,6% de 18.000 ciudadanos chinos analizados dieron síntomas de ansiedad relacionada con el coronavirus. Un 16,6% de 14.000 examinados mostraron indicios de depresión en distintos niveles de gravedad.
Pero, para comprender los efectos psicológicos que tiene la privación de libertad en quienes la sufren, no es necesario esperar meses a que la situación en que nos encontramos se alivie. Se trata de un territorio ampliamente estudiado por la criminología y la psicología clínica. Uno de los efectos estudiados es la prisionización, que consiste en la “asimilación de hábitos, usos, costumbres, y cultura de la prisión, así como una disminución general del repertorio de conducta, por efecto de su estancia prolongada en el centro penitenciario”. Dicho de otra manera, el encierro tiene el potencial de alterar nuestros comportamientos, incluso tiempo después de recuperar por completo la libertad de transitar sin las limitaciones actuales.
Es cierto, como lo dice Foucault, que quienes han estado internados en hospitales o han asistido a ciertos tipos de centros educativos, han experimentado la privación de su libertad. Pero la sensación de encierro dentro de un centro penal se magnifica por la violencia, la separación familiar y, principalmente, el hacinamiento. Si las medidas actuales nos impactan profundamente (al punto de sentir que la normalidad es distante), quizá sean también una oportunidad para identificarnos, desde la solidaridad y la empatía, con las experiencias cotidianas que sufren las personas privadas de libertad. El encierro desgasta cada esfera de la vida, deja secuelas que no se borran y, lo más importante, existe en lo más oculto del sistema penal. Para algunas personas constituye, no una medida excepcional, sino una realidad cotidiana. La esperanza es que estas experiencias nos humanicen y nos inviten a humanizar, también, los espacios carcelarios. Con suerte, incluso, tengamos la oportunidad de reflexionar si es racional (y proporcional) la privación de libertad como pena generalizada. Para tal reflexión necesitaremos, quizá, un encierro más prolongado.
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