La segunda mitad del siglo XX se caracterizó por un sistema internacional dominado por la lucha hegemónica entre la superpotencia dominante, Estados Unidos, que sentó las reglas del juego global tras el fin de la II Guerra Mundial, y el aspirante a hegemón, Unión Soviética. Ese periodo estuvo basado en la construcción de dos grandes bloques de poder, con una orientación ideológico-político-militar y por la ausencia de conflicto armado directo entre los líderes de esas alianzas.
La diferencia con siglos anteriores es que, por primera vez en la historia de las relaciones internacionales, se trató de un sistema internacional a escala mundial. Así el hegemón tenía una proyección planetaria y controlaba los principales bienes públicos globales en una arquitectura sistémica que le era favorable. Surgió un sistema bipolar y una Guerra Fría como no había tenido lugar en ninguno de los sistemas internacionales de las últimas cuatro centurias.
El fin de la Guerra Fría y la desintegración del bloque soviético, en el periodo 1989-1990, acabó con el escenario hegemónico y la lucha Este-Oeste. Ello dio lugar a una fase de construcción de un nuevo orden internacional; pero está vez junto con un cambio en la arquitectura sistémica, pues un número cada vez mayor de actores no estatales adquieren influencia relevante sobre las relaciones internacionales. Así en la década de 1990 se habló de un sistema unipolar, con Estados Unidos como el único centro de poder global; sin embargo, los atentados del 11 de setiembre de 2001 abrieron una era de multipolarismo, al mismo tiempo que de creciente inestabilidad, dificultando generar ese nuevo orden.
Históricamente los sistemas sin un líder que mantenga las reglas del juego resultan frágiles y conducen a la construcción de esquemas de cooperación político-militares para establecer el balance de poder y evitar la amenaza constante de la guerra.
Hoy el mundo se enfrenta a una confrontación entre superpotencias, China, Estados Unidos y Rusia, cada una con estilo propio, que buscan establecer esferas de influencia y no alianzas político-militares, y menos bloques de poder como en el escenario de hegemonía. Esto convierte a los restantes Estados, sobre todo a los pequeños, en peones del tablero de ajedrez de las superpotencias. Pero como esta vez la partida es entre tres actores, la complejidad es mayor y genera más incertidumbre y posibilidad de un choque.
Sin duda se trata de un cambio significativo a lo que se tuvo en la pasada centuria. La cuestión es que en este nuevo escenario la posibilidad de conflicto armado entre las superpotencias es mayor. Esto no significa que no se llegue a utilizar a terceros para ir a la guerra y así no luchar entre las tres grandes potencias. Pero sí significa una confrontación en distintos frentes -militar, político, económico, cultural y estratégico-, que involucran a todos los Estados. Lo cual ocurre, repito, en un sistema inestable por la ausencia de un orden definido y con reglas del juego conocidas.
Centroamérica es un buen ejemplo de esta confrontación de superpotencias. La presencia de China y Rusia en la región, que se suma a la tradicional de EUA, es creciente, haciendo que cada una ejerza más presión sobre los Gobiernos. Por ejemplo, las tensiones entre Washington y Pekín en el Istmo son evidentes. Evidente es el esfuerzo de la administración Trump para que Panamá impida las inversiones chinas y el mensaje del Secretario de Estado, Pompeo, durante la visita a Costa Rica respecto a que el país debe cuidarse de China, porque irrespeta la soberanía de sus aliados diplomáticos. Algo similar tiene lugar en El Salvador en este momento. Mientras que Moscú aumenta su presencia con un perfil más bajo y orientado a fortalecer la relación militar.
Ahora bien, debe quedar claro que no se trata de una Guerra Fría. Esto es un fenómeno propio de la segunda mitad del XX y no se está repitiendo, como equivocadamente hasta reconocidos analistas internacionales señalan. Es una confrontación entre superpotencias, no lucha entre hegemones (aunque los tres tengan aspiraciones hegemónicas), para establecer esferas de influencia.
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