El pasado 29 de enero el presidente Donald Trump, acompañado del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, presentó en la Casa Blanca su plan para resolver el conflicto israelí-palestino, calificándolo de “acuerdo del siglo”. El acto resultó más una especie de “reality show”, característico del mandatario estadounidense, de lo cual se contagió el gobernante de Israel (que atraviesa momentos críticos por las denuncias sobre corrupción y el proceso electoral). Según la prensa el séquito de ambos líderes aplaudía y gritaba, mientras que Bibi (como se conoce a Netanyahu) calificaba la situación como un día a ser recordado de la misma forma que la independencia en 1948. Esto llevó a medios como “La Vanguardia” a considerar que se trató de un espectáculo político grotesco.

Mientras Trump afirmaba que Israel había dado un paso hacia la paz, pues se trata de “una oportunidad para que ambas partes ganen, una solución realista de dos Estados que resuelve el riesgo del Estado palestino para la seguridad de Israel”.

El texto es el resultado de tres años de trabajo de un equipo estadounidense (encabezado por Jarek Kushner, yerno de Trump y amigo de Bibi) y el intento de colocar la “cereza en el pastel” a la política de Washington en Medio Oriente. Al mismo tiempo que una carta para contrarrestar las presiones domésticas y atraer votos para su reelección.

Sin embargo, el plan parece más un anuncio rimbombante —que no logrará despegar— que una propuesta balanceada que busca llegar a puerto seguro, pues resultó hecho a la medida de los intereses israelíes y para tratar de levantar la imagen de Netanyahu, desconociendo la mayoría de las demandas palestinas.

La primera contradicción es que ofrece dos Estados, pero lo que propone es consolidar las aspiraciones israelíes, garantizándole el estratégico valle del Jordán y conservando la mayoría de los asentamientos; mientras no establece con claridad cómo se establecerá el Estado palestino (comenzando porque no habría continuidad territorial, sino un túnel que conectará la Franja de Gaza con Cisjordania) y promete un esquema de asistencia por US$50 mil millones a los palestinos en inversiones, pero no especifica ningún arreglo político que ponga fin al conflicto de siete décadas. En resumen, la idea de un Estado palestino del plan resulta en una figura sin soberanía, fraccionado y sin futuro.

El Secretario General de ONU, Antonio Guterres, señaló que la propuesta viola resoluciones de esa organización, y reiteró el apoyo a crear el Estado de Palestina, que es el camino correcto.

En la historia de este conflicto y en los múltiples esfuerzos de negociación ha habido momentos más viables que este, como los acuerdos de Oslo, cuando los palestinos reconocieron el Estado de Israel y Tel Aviv aceptó a la OLP como el representante de Palestina. Pero esa coyuntura prometedora no logró sobrevivir mucho tiempo.

El plan no reconoce que mientras no se resuelva la cuestión de la identidad de ambos pueblos, no podrá haber paz. Es decir, mientras las dos partes no reconozcan el derecho a existir del otro y acepten que deben coexistir en un territorio en donde hay dos Estados, la paz israelí-palestina será siempre una aspiración. El problema es que en la construcción de la identidad de cada uno intervienen múltiples y diversos actores regionales y extrarregionales que buscan, más que la solución firme y duradera, la defensa de intereses particulares. Por eso, las expectativas de éxito del “acuerdo del siglo” son mínimas, para no decir que nulas.

Sin duda en la mente de Trump (quien concibe la realidad como él imagina y desacredita la de todos los demás) se trata de su obra maestra, que lo convertirá en el líder del siglo XXI. Ello le impide reconocer el daño que su gestión le está causando a Estados Unidos y al mundo.

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