Un fantasma recorre América Latina. Es el fantasma del descontento con la política y el sectarismo. Se manifiesta por oleadas en distintos países de la región y no es asunto de izquierda o de derecha, sino de todo el espectro político; es una cuestión estructural que se viene acumulando tras la “década dorada” de 2003-2013, en la cual las economías vivieron momentos de auge, y el periodo de ralentización de la economía que inició en 2014, y ahora se comienzan a observar las primeras manifestaciones graves. Pero ese fantasma no se asienta en un lugar específico, por mucho tiempo, como sucedía con las crisis políticas de la segunda mitad del siglo XX. Por lo menos hasta ahora; lo cual no es garantía que siga así.
Este fantasma se nutre de un coctel explosivo, una creciente brecha socioeconómica, aumento de la pobreza, exclusión y sectarismo. Se complementa con la denominada “trampa de los ingresos medios” que afecta a todos los países latinoamericanos desde inicios de este decenio. Aprovecha lo que se ha llamado la “ciudadanización de la política” y del déficit de democracia que caracteriza la región. Este déficit ha sido sustituido por la democratización populista y el populismo democratizante. Déficit de democracia porque quienes gobiernan argumentan que lo hacen en representación del pueblo; cuando en realidad lo hacen en nombre de un sector que comulga con sus ideas, dejando fuera a minorías y a un segmento importante de la población. Maduro y Morales dicen que fueron escogidos por el pueblo; lo mismo dicen Bolsonaro y Piñera; pero en ninguno de los dos casos es cierto.
Asimismo, se fortalece ese fantasma por el fracaso de los Gobiernos de izquierda y de derecha. Los primeros se consideran representantes del pueblo, aunque están muy lejos de serlo; y los segundos creen que saben cómo resolver las cosas, cuando no tienen idea de los problemas. Ambos bandos carecen de un proyecto de mediano y largo plazo, sobre todo porque insisten en asentarse en viejos pactos que ya están superados. Pactos construidos en el periodo de Guerra Fría y de conflictos político-militares, que hoy son desconocidos por la gente empoderada, como señalé en el comentario de la semana pasada.
Las protestas en Chile, Perú, Ecuador y Costa Rica tienen detonantes particulares; pero también factores comunes. Hay un desencanto de la política y lo político, sea por razones económicas (como en Chile y Ecuador) o por asuntos político-institucionales (Perú) o redefinición de relaciones de poder entre distintos sectores (Costa Rica). En común también está la persistencia de la “trampa de los ingresos medios”. Y hay factores externos aceleradores, que aprovechan el estallido de la protesta para explotar la coyuntura y fomentar la violencia. Esto incluye a los denominados black blocks o “bloques negros”, grupos anarquistas que también han estado presentes en París, Barcelona, Beirut y Bagdad. Se trata de pequeños bloques de 10 a 15 miembros vestidos de negros y muchas veces encapuchados que se infiltran en las manifestaciones para alentar la violencia. Sin esto en Santiago no hubiera sido posible un ataque coordinado a estaciones del metro y supermercados, con acciones similares en cada uno de esos sitios. En Costa Rica en las manifestaciones universitarias también tuvieron presencia.
Se suma la coordinación a escala latinoamericana, como se deduce de declaraciones en el foro social de Sao Paulo y de Caracas, que aluden al impulso a un proyecto regional en marcha para unir a todos los movimientos sociales, progresistas y revolucionarios bajo la lógica bolivariana. Por eso, los focos mediáticos hoy están alejados de Venezuela.
Por otra parte, hay que reconocer que hoy los partidos políticos no existen y dieron paso a agrupaciones electorales sectarias; en particular a grupos neopentecostales y cristianos de distintos enfoques que buscan un vínculo entre Estado, política y religión. También hay que reconocer la influencia de minorías como la comunidad LGBTI+ y grupos ambientalistas que demandan un cambio radical en las políticas relacionadas con la seguridad poshumana y el intento por revertir el deterioro ambiental de los últimos 250 años (desde el inicio de la revolución industrial a mediados del siglo XVIII). Sin olvidar a la “vieja izquierda” anquilosada en el eje Estados Unidos-Unión Soviética. Por supuesto, sin dejar de lado a sectores anarquistas y autoritario-totalitarios que aprovechan la inestabilidad del sistema político. Lo anterior con el trasfondo de un mundo con nuevas generaciones (millennials y alfa) que tienen nuevas demandas.
Otro factor a tener en cuenta es que la economía no puede crecer mientras no haya un cambio estructural. A esto me referiré en mi próximo comentario.
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