En Silencio y fuga, Abilio Estévez plantea una distopía espantosa: las autoridades de cierta ciudad prohíben toda forma de expresión musical e imponen el toque de silencio. La gente se retrae, se confina en sus casas, y los militares forman enormes piras de instrumentos en los parques. Al igual que los proscritos de Bradbury que se juntan a recordar a Dante y a Tolstoi, los disidentes del silencio se congregan en una sala de conciertos clandestina. Un virtuoso pianista interpreta nocturnos de Chopin en un piano Pleyel al que le pusieron la sordina. El público, exultante, se emociona a pesar de que no escucha nada más allá del seco golpeteo de los dedos en las teclas. No hay nocturnos ni Chopin. Apenas un vago rumor, apenas el recuerdo de la música.
Así transcurren varias semanas y los disidentes organizan festivales sordos de Bartok y Berlioz. Se “toca” Satie, Debussy, Beethoven, Mozart, y todo marcha de maravilla hasta que, de repente, una brigada del Ejército irrumpe violentamente en la sala. No se trata de algo explícito pero uno, como lector, intuye balazos y ejecuciones. Y bueno, a partir de ese momento, la ciudad queda sumida en el silencio más atroz y unánime.
Los pájaros son gotas de sonido, y por eso, un mundo sin pájaros sería horriblemente semejante a esa ciudad sin música de Abilio Estévez. Beethoven, según cuentan, solía caminar por los bosques de Viena y en una de esas caminatas, al escuchar una oropéndola (la oropéndola europea tiene un canto muy diferente al barroquísimo canto de la oropéndola americana), prefiguró el tema principal de la Quinta Sinfonía.
Olivier Messiaen, un ornitólogo católico, compuso su Cuarteto para el fin de los tiempos mientras estaba preso en Auschwitz: la obra inicia con la evocación de un ruiseñor cantando, a eso de las 3 o 4 de la mañana, en pleno campo de concentración. Günther Niethammer, un oficial SS que estudiaba los pájaros de Auschwitz, fue retratado por Arno Surminski en Los pájaros de Auschwitz: esa novela maravillosa donde la crueldad no tiene adjetivos porque para eso hay un mirlo que trina desde la horca y unas cornejas que escarban las cenizas de los crematorios.
¿Acaso eso no es suficiente para demostrar que un pájaro basta para abolir el horror?
En el barrio donde vivo, muy cerca del TEC, el trino de los setilleros presentaba una variación peculiar que los hacía beneficiarios de la dudosa hospitalidad de pajareros antiguos. Cerca del volcán Turrialba ocurría algo semejante con los jilgueros campanilla. Y también, en otras zonas, sucedía lo mismo con el mustio canto de los rualdos, la sobriedad del yigüirro de montaña o el amarillo rotundo de las chorchas.
Hasta hace poco era común que las madrugadas de domingo estuvieran pobladas por pajareros que aguardaban en el campo con sus encrucijadas de varillas: pájaros de alpiste o pájaros de guinea. Esas eran sus categorías.
Hoy, pajarear constituye una actividad especialmente repugnante. Nadie podría estar de acuerdo con el cautiverio de algo tan milagroso como un pájaro. Y sin embargo, pese a que la legislación costarricense prohíbe enjaular un mozotillo o un gallito, tal y como sugieren muchos científicos, nos encaminamos a un mundo sin pájaros.
Nils Holgerson, protagonista de un célebre libro de Selma Laherlöf, huye volando a lomos de una oca gigante. Cruza toda Suecia y llega hasta la gélida Laponia. A su regreso, Nils concluye que la fantasía es mejor que la realidad. El vuelo y los pájaros guardan estrecha relación con el rechazo obstinado a las leyes de la realidad: de El principito al Great Moon Hoax. O dicho de otro modo, un mundo sin pájaros, en definitiva, sería un mundo donde palabras como posibilidad u horizonte no tendrían correlatos simbólicos.
Y a eso vamos.
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