A principios del siglo XX, el alemán Max Weber reflexionó en torno a dos tipos de políticos: el realista y al idealista. Al primero, le afeó su complacencia vanidosa en el poder; al otro, le recriminó su falta de compromiso con las responsabilidades que le corresponden.

Así pues, entre la lucha del poder por el poder y el idealismo improductivo, se desarrolla la política costarricense. El orgullo de los líderes en las diversas instancias del Gobierno nos ha traído hasta una dinámica de tierra desolada, en la que todo se hace para confirmar la preponderancia de cada grupo político. Al mismo tiempo, se crean unas retóricas pueriles que pretenden eximir a dichos actores de cualquier responsabilidad.

Mientras tanto, los ciudadanos vemos con estupefacción cómo tirios y troyanos han vuelto a su más tierna infancia. Una lástima, porque tanta candidez riñe con el carácter complejo de las naciones conforme se desarrollan.

Podemos decir que cada jornada nos trae un espectáculo más trivial que el anterior. Los días transcurren mientras los diputados conciben nuevos enemigos imaginarios a los cuales batir. Se expresa a los votantes aquello que desean escuchar mediante mensajes simplistas. Eso sí, que nadie les hable de sus deberes. Poco importa que a veces sea necesario cantar las verdades del barquero o que se deba estimular el aprendizaje social y la educación. Actualmente, en Costa Rica chirría lo que implique estimular la conciencia individual.

No es casualidad que el grueso de los legisladores pretenda reemplazar al ciudadano por «el pueblo». Porque, claro, resulta más fácil despojar a la democracia de cualquier tufo a adultez y cambiarla por un mero sainete de consultas populares que no solventen los problemas que nos aquejan. De paso, que no se olvide la apelación a principios morales que, en verdad, son solo cortinas de humo para tapar su propia desvergüenza.

La meta principal es alimentar el ego de los caudillos, mediante una propaganda plagada de retórica y símbolos huecos, aderezados con naderías. Ya no importan las diferencias ideológicas, pues solo los sentimientos determinarían el resultado de las elecciones (lo que, a la postre, es otro rasgo de la niñez).

A cualquiera le encantaría confrontar sus convicciones contra argumentos, pruebas o razones. Lo lamentable es constatar que solo se esgrimen falsedades. La única opción aceptable es exigirles a quienes sostienen posiciones distintas a armarse de datos veraces. No es tan complicado: basta observar, estudiar y trabajar con ahínco.

Una pena que estos sean valores de los que carece la clase política. Por el contrario, encontramos el chilindrín frente a la argumentación. El meme frente la razón. La extorsión —“estamos dispuestos a dejar de aprobar proyectos que, de repente, son importantes para el Ejecutivo, si el presidente no hace lo que queremos”—  frente a un compromiso sostenido en el tiempo para la gobernabilidad del país. La falta de criterio frente a la madurez. La política transformada en alevosía.

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