Cuando en 1993 se editó en español la obra de Nils Christie La industria del control del delito ¿La nueva forma de holocausto? (Anchorena, Buenos Aires) la densidad penitenciaria en Costa Rica no alcanzaba el 90% de su capacidad absoluta.

En el 2019, tan solo 26 años después, en el umbral del dolor, nuestras cárceles albergan casi 16 000 personas, en una infraestructura con capacidad para 10.326 personas. Son, como lo titulaba Loic Waquant, auténticas cárceles de la miseria.

En un contexto de crisis económica, desempleo y una profunda desigualdad social que se ha venido acentuando en la última década; el crecimiento exponencial de la población privada de libertad, el hacinamiento crítico de la mayoría de los centros penales y el discurso de mano dura, nos acercan a una nueva forma de holocausto.

A pesar de los fines declarados de la pena en Costa Rica, resocialización (Código Penal) y más modernamente, normalización (Reglas Mandela) las cárceles parece que sirven solamente para infligir dolor. Un dolor legal que pretende evitar la venganza individual y mantener vigente el contrato social.

Mientras que en los países escandinavos, la población privada de libertad se reduce notoriamente, en nuestro terruño las cifras carcelarias (con excepción del reciente período 2016-2018) crecen exponencialmente. Frente a ello encontramos un sistema agotado (desde la infraestructura hasta el personal técnico asignado) Espacios que no son instrumentos racionales para luchar contra el delito. En la cárcel, privados de libertad y personal técnico, no viven, sobreviven.

La fórmula es conocida: un aumento en la distancia social que potencia la necesidad de una justicia penal actuarial (inocuizar al delincuente) un crecimiento desmedido de conductas perseguibles y sancionables penalmente y una política penal y penitenciaria rigurosa en pos de la seguridad ciudadana.

Tal y como se ve, Costa Rica se dirige inevitable e inexorablemente a una crisis de dimensiones catastróficas: la mayoría de la población encerrada ronda entre los 18 y los 35 años, descuentan penas por narcomenudeo y delitos contra la propiedad, provienen de comunidades marginadas, tienen baja o ninguna escolaridad y al momento de delinquir se ocupaban en actividades informales o eran personas desempleadas. Enfrentadas al proceso penal, estas personas son candidatas idóneas a cumplir prisión preventiva durante el proceso (primera causa de exacerbación del encierro en nuestro país) serán sancionados con penas de prisión (que rondan entre los 5 y los 20 años, conforme las tipologías delictivas más reiteradas) e ingresarán al camino sin retorno de un sistema penitenciario agotado, hacinado, estructuralmente deteriorado, cuyo crecimiento ni siquiera alcanza para reponer los espacios deteriorados o desgastados y por tanto inhabitables, en donde se potencia la violencia, el autogobierno de la cárcel, la subcultura del encierro, la violencia institucional, la segregación y la desigualdad y como cereza al pastel con pocos espacios de atención y menos alternativas de egresar.

Hace tan solo un año, las Unidades de Atención Integral generaban la esperanza de un cambio a esta realidad: Un modelo financiado por el BID (Ley 9025) con el propósito de prevenir la violencia a través de la formación integral, garante de los derechos humanos, que posibilitara a la población su inserción social, generando oferta educativa, formativa, productiva, laboral que permita el estímulo de habilidades, competencias y destrezas, favoreciendo el trato digno de las personas residentes. Los operadores del derecho aspirábamos (quizás con buena dosis de ingenuidad) a que el sistema en su totalidad migrara hacia este nuevo modelo (Mujeres, Penal Juvenil y Varones).

Hoy la realidad es muy distinta: incluso el propio modelo de las UAI ha sido impactado por el hacinamiento: solamente la UAI Reynaldo Villalobos (Alajuela) y la UAI Pabru Presbere (Pérez Zeledón), concentran respectivamente porcentajes de 21% y un 17% de hacinamiento, respectivamente. Lejos de replicarse el modelo, en una suerte de administración del hacinamiento, la actual administración se ha decantado por equiparar las condiciones generales de nuestras desgastadas cárceles a los nuevos espacios: un ejercicio de repartición del dolor.

La respuesta no está entonces en construir más. Tampoco en concesionar el ejercicio del ius puniendi estatal. Se impone la necesidad de un cambio en la Política Criminal y Penitenciaria. Abrazar al otro. Interiorizar, tal y como lo decía Domínguez Lóstalo, que nadie es peligroso, si primero no fue vulnerable. Y de vulnerables, están llenas nuestras prisiones.

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