El Ministerio de Justicia y Paz anunció esta semana un nuevo paquete de restricciones en los centros penitenciarios nacionales: las visitas familiares pasan de semanales a mensuales, las llamadas telefónicas se reducen a diez minutos semanales y las encomiendas quedan limitadas a artículos básicos. La justificación oficial apela, como es habitual, a la seguridad y el orden. Lo que no menciona el comunicado es cómo estas medidas llegan a contradecir frontalmente el objetivo de inserción social que, al menos en teoría, persigue el sistema penitenciario.

Costa Rica ha experimentado un alarmante incremento en su población carcelaria, ubicándose entre las cinco tasas de encarcelamiento más altas de América Latina según datos del World Prison Brief. Entre 2005 y 2015, la cantidad de personas encarceladas prácticamente se duplicó, con un aumento en la tasa que pasó de 196 a 374 personas privadas de libertad por cada cien mil habitantes. Esta progresión ha posicionado al país incluso entre las veinte naciones con mayor índice de encarcelamiento a nivel mundial, sobrepasando a México, Colombia y Argentina en el contexto latinoamericano.

Este fenómeno responde principalmente a modificaciones legislativas que han aumentado las sanciones penales, establecido nuevas figuras delictivas y simplificado los procesos condenatorios (por ejemplo, con la implementación de tribunales de flagrancia desde 2009). El resultado es un sistema que penaliza mayoritariamente a jóvenes de contextos socioeconómicos desfavorecidos, con baja escolaridad y trayectorias laborales inestables, concentradas en la economía informal. Esta dinámica que conecta exclusión social, actividad delictiva y sanción penal evidencia una contradicción profunda: mientras el discurso oficial promete integración, las acciones estatales concretas profundizan las condiciones de vulnerabilidad social.

En este contexto, la decisión de reducir el contacto con el exterior no es un asunto menor. Los datos sobre transición hacia la libertad son contundentes. En mi propia investigación sobre trayectorias post-penitenciarias, basada en entrevistas biográficas con personas excarceladas, encontré que el "miedo" es, por amplio margen, la palabra más utilizada para describir la experiencia al salir en libertad. Este temor no es abstracto: el aislamiento, la desconexión con las dinámicas sociales y los acelerados cambios en múltiples ámbitos acaban por generar estrategias que refuerzan el aislamiento —como evitar espacios públicos e interacciones sociales— dificultando notablemente el proceso de transición.

Estos desafíos se vuelven aún más complejos para quienes ven rotos sus vínculos durante el encierro. Las dificultades que enfrentan los familiares, como la escasez de recursos para trasladarse a centros penitenciarios alejados o garantizar alimentos y productos básicos, se convierten en problemas críticos, especialmente cuando las comidas institucionales no son apatecibles ni cumplen con los requerimientos calóricos adecuados.

Múltiples investigaciones académicas demuestran que la conexión frecuente con vínculos sociales significativos resulta fundamental para una exitosa transición a la libertad. El caso de Jaime, uno de los participantes en mi estudio, ilustra cómo incluso un espacio tan restrictivo como la prisión puede convertirse en escenario de oportunidades. Durante su condena, mientras vendía artesanías en los días de visita, conoció a quien se convertiría en su esposa, una mujer que visitaba a su hijo en la misma prisión. Esta relación, que evolucionó desde intercambios casuales hasta el eventual matrimonio, le permitió construir una vida completamente nueva al salir, alejándose de su entorno anterior.

El apoyo emocional y la alegría que experimentó al ser recibido por ella y su hermana fueron cruciales en su transición, creando una motivación profunda para distanciarse del mundo delictivo. Este cambio finalmente se consolidó al rechazar las propuestas posteriores para volver a actividades ilícitas, demostrando cómo los vínculos afectivos se transforman en un aspecto clave para consolidar su proceso de integración social.

Sin embargo, posibilidades como las de Jaime se ven ahora limitadas con una decisión que, aunque supuestamente basada en "criterios técnicos, criminológicos y de seguridad" (aunque nunca se nos presente la evidencia que fundamenta esos criterios), intensifica el aislamiento y dificulta el mantenimiento de vínculos familiares que constituyen uno de los factores más relevantes para visualizar trayectorias post-penitenciarias dentro de los mecanismos convencionales de integración social.

Las medidas anunciadas por el Ministerio no son solo un endurecimiento cosmético del régimen carcelario. Al limitar drásticamente el contacto familiar, se debilita el principal mecanismo de soporte para la eventual integración, profundizando la adaptación al entorno carcelario y consolidando redes internas que, en muchos casos, refuerzan identidades vinculadas al delito. El efecto es un círculo vicioso donde las personas reclusas, al perder contacto con el exterior, desarrollan estrategias de adaptación que obstaculizan su transición hacia la libertad.

No obstante, vale advertir: a partir de mi argumentación no pretendo desmeritar el legítimo descontento ciudadano ante el deterioro de las cifras de inseguridad en Costa Rica, particularmente respecto a los homicidios. Sin embargo, el verdadero dilema surge cuando se pretende que la mera indignación y el impulso punitivo sean las herramientas para resolver esta compleja problemática.

El fenómeno delictivo representa uno de los fenómenos sociales más complejos de abordar, con causas y motivaciones multidimensionales que resisten las simplificaciones que hoy inundan el discurso público. Asimismo, la realidad penitenciaria posee matices que hacen insostenible seguir perpetuando visiones dicotómicas entre "buenos" y "malos".

La pregunta fundamental no es cuánto más podemos castigar, sino qué tipo de sistema penitenciario necesitamos para reducir efectivamente el delito y la violencia social. Múltiples estudios internacionales indican que algunos de los factores determinantes para la integración social no son la severidad del castigo, sino la posibilidad de establecer vínculos sociales significativos, acceder a oportunidades laborales dignas y contar con acompañamiento institucional en la transición.

Como sociedad, debemos decidir si queremos un sistema que multiplique los procesos de exclusión o uno que, aún aplicando las sanciones legales, ofrezca posibilidades reales de integración. La seguridad ciudadana no se construye con más aislamiento, sino reconociendo que quienes hoy están en prisión eventualmente regresarán a nuestras comunidades. La disyuntiva está en si lo harán con herramientas que faciliten la convivencia social o más bien con una experiencia de desconexión que continúe agravando el conflicto social.

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