Justamente, cuando nuestra Costa Rica católica estaba de duelo nacional por la muerte de Francisco y la prensa daba a conocer que el papa argentino había donado 200 mil euros para las necesidades de una cárcel italiana de jóvenes, el Poder Ejecutivo anunciaba una serie de medidas sobre el sistema penitenciario.
Se decidió incluir en Máxima Seguridad espacios adicionales del centro penal La Reforma, construir una cárcel para 5 mil personas en 200 días — al momento de escribir esto ya quedan unos 190 apenas— y restringir ciertos derechos como visitas familiares e íntimas, comida, comunicación, etc. Siempre es esclarecedor estrellarnos contra las enormes contradicciones en las que nos movemos los seres humanos. Para el postureo por ciertas figuras, todo; para emularlas —cuando vale la pena—, la historia es otra.
Sé que escribir esto me valdrá algunos insultos, porque defender lo impopular —aunque sea lo correcto— tiene ese costo y, seguramente, también en ello reside la principal satisfacción de hacerlo. Durante la actual administración, se han superado todos los niveles de violencia homicida, nunca, como entre 2022 y 2025, se ha matado a tanta gente en Costa Rica y ese dato es demoledor. Por ello en términos mediáticos es tan importante parecer que algo se hace.
Nadie quiere a los presos porque, como dijo el actual titular de la cartera de Justicia, “nadie quiere un basurero cerca” aludiendo a las edificaciones carcelarias. Semejante acopio de sinceridad, al menos, no deja dudas sobre la estrategia. Presos a lo largo de la historia ha habido muchos, desde Jesús hasta Gloria Trevi, pasando por Cervantes, Mandela, Lula, Gramsci, Assange, etc. —algunos lo han sido injustamente y muchos otros no, claro—porque esto no va de sublimar a nadie. Sin embargo, más allá de aquella fauna tan variada y heterógena, la clave —sobre todo en sociedades atenazadas por la violencia como las nuestras— es demonizar a quienes están en una cárcel para reducirlos al grado de enemigos públicos que deben ser anulados. Poco interesan las causas que explican la delincuencia —la desigualdad, las políticas de drogas, el marco normativo, el sistema económico, la pobreza o la precarización del sistema educativo—.
Importa reforzar el mensaje de que las personas que están siendo trasladadas al “nuevo” régimen de Máxima Seguridad o a la futura mega cárcel son tan malas o tan malísimas que encajan en la idea de un peligro colectivo —asesinos seriales, capos de las drogas o pedófilos irredentos—. Esto es así porque de tal forma sólo alguien con la cabeza un poco desajustada o un “antipatriota” podría oponerse a medidas de esta naturaleza aunque la sangría siga imparable en nuestras calles y barrios. Sin embargo, lo cierto es que detrás de los anuncios hay un coctel de inviabilidad, de crueldad y de desprecio —para variar— por el Estado de Derecho.
Inviabilidad. Construir infraestructura penitenciaria es costoso y lento. Tuve la suerte de trabajar en el Poder Ejecutivo en una época convulsa, sí, pero con resultados tangibles. Durante la Administración Solís Rivera se construyeron tres cárceles nuevas —en Alajuela, Pococí y Pérez Zeledón—que, actualmente, albergan a unas 1500 personas. Para levantar esas obras —cuyo proceso de financiamiento y diseño comenzó desde la Administración Chinchilla Miranda— se requirieron más de 4 años. Es imposible tener un espacio para 5 mil personas en 6 meses. Y si alguien dice que sí puede, esto sólo obedecería a dos razones —ambas trágicas—: o a que no se entiende nada o a que entendiéndose se prefiere mentir.
Según lo informado, a día de hoy, no hay presupuesto para una obra de aquellas proporciones, ni estudios de suelos, ni concursos para la contratación de personal, ni permisos, ni nada. En semejante estado de cosas es, simplemente, inviable pensar que una promesa así pueda cumplirse.
La pregunta que sí que debería formular la prensa es por qué ofrecer cosas irrealizables y cómo se explica que en tres años no haya habido una sola obra en marcha para mejorar la arquitectura penitenciaria, pese al aumento de la población carcelaria —por cierto, no deja de ser una paradoja que el gobierno al que, falsamente, se le acusó de liberar presos sea el que más obra nueva construyó en los últimos, por lo menos, 20 años—.
Crueldad. No se han suministrado justificaciones técnicas de por qué se está ampliando, sin una reforma al Reglamento Penitenciario, la Máxima Seguridad —como espacio físico independiente— o limitando la comunicación entre los internos y sus familias, la comida que estas les proporcionan —ante la incapacidad del Estado de hacerlo bien— o el contacto con sus abogados. Aunque, por supuesto, digámoslo claro, maniobrar sobre un grupo formado por gente pobre —que es la que en su mayoría se está viendo afectada por esas decisiones del Ejecutivo— es sencillo; de primero de matonismo. Por eso, lo que se está haciendo es inmoral, porque tiene un fuerte componente de deshumanización.
Los niños, las esposas o las madres de los presos no son culpables de sus faltas y esa gente, junto con los propios presos, son quienes, en última instancia, están padeciendo la teatralidad de otros. Desgraciadamente, aquí también juega la estrategia de identificar a quienes pueblan las cárceles como enemigos —sin atender los matices o las particularidades— pues de ese modo se elimina cualquier consideración ética sobre su dignidad o sus necesidades. Una de las dificultades más grandes para reformar las cárceles latinoamericanas es que, usualmente, la gente piensa —en una expresión más del individualismo que nos carcome— que la cárcel es algo por lo que ni uno ni nadie cercano a uno pasará algún día. Qué bien nos haría ponernos en el lugar de los demás.
Desprecio por el Estado de Derecho. Una de las cuestiones más preocupantes es que se haya dicho que, en caso de que el Poder Judicial revoque los cambios —por medio de la jurisdicción de la ejecución de la pena o de la Sala Constitucional—, se publicará el nombre de los jueces. Exhibir a funcionarios judiciales como un mecanismo de amedrentamiento es lo que han hecho autócratas como Ortega, Bukele o Maduro. Pero a la par de la gravedad de esas amenazas constantes contra los órganos encargados de ejercer controles —lo cual es seña de un desprecio por las reglas de la democracia— late con fuerza la verdadera explicación de lo que está pasando.
Si el Poder Ejecutivo prevé que sus decisiones serán anuladas —y esto podría suceder sólo si no son jurídicamente sostenibles— es porque de antemano intuye que riñen con el marco normativo. Entonces, ¿qué se esconde detrás de todo esto? ¿Será acaso el propósito responsabilizar a jueces y fiscales de los problemas de seguridad cuya atención corresponde, en mi primer lugar, a las autoridades administrativas y revolverse, de nuevo, porque todo es culpa de las otras instituciones —a las que se les deslegitima— por no dejar actuar sin límites? Probablemente. Mientras tanto, poco interesa la exposición que se hace de familias enteras ni el perjuicio que se les puede ocasionar.
Independientemente de cuánto duren las restricciones o de las falencias que aún persisten en el sistema penitenciario, no se puede perder de vista que las directrices impulsadas son el resultado de una visita a un país cuyos problemas y realidades poco se parecen a los costarricenses y que cada vez se asume más como un sultanato.
En 2017, un grupo de funcionarios penitenciarios asistió a una gira de varios días de trabajo a Helsinki para aprender de uno de los modelos más exitosos y desarrollados del mundo en términos de prevención de la violencia. Eso se tradujo en los protocolos de atención técnica para las tres cárceles nuevas y en proyectos que luego se convirtieron en leyes —como la que introdujo la perspectiva de género al sancionar a mujeres en conflicto con la ley penal—. Es imposible no preguntarse cómo Costa Rica, en menos de una década, ha pasado de querer parecerse a los mejores a fijar sus aspiraciones en ser una mala copia de un campo de concentración de San Salvador.
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