La inequidad está en la raíz de casi todos nuestros males. No sólo de la pobreza en sí, sino de la delincuencia, la criminalidad, del tráfico y consumo de drogas, e incluso del resentimiento, transformado en odio, que muchas personas expresan contra otras, con las justificaciones más diversas. La inequidad, de hecho, está en la base del creciente proceso de desintegración que ha venido experimentando esta sociedad en las últimas décadas. Nuestro tejido social está peligrosamente desgastado, y eso se explica con facilidad observando la evolución del coeficiente de Gini. Pasamos de ser una de las sociedades más equitativas de Latinoamérica a ser una de las más desiguales.
Delfino.cr nos invita a reflexionar sobre eso, y para empezar presentan los puntos de vista de Ottón Solís, Eli Feinzaig y Luis Paulino Vargas. Cada cual, con su sesgo ideológico. Los tres dicen una parte de la verdad. Sus explicaciones son insuficientes (como lo será, con mucha más razón, la mía) pero proveen interesantes puntos de partida.
Ottón Solís atribuye la creciente inequidad a dos factores: por una parte, a un cambio en las políticas públicas para favorecer la apertura comercial, en desmedro de las políticas sociales, y por otra a la prevalencia de monopolios y oligopolios en varios ámbitos. Sobre lo primero, hay que observar que las políticas sociales están lejos de haber sido abandonadas en las últimas décadas. Paralelamente a la apertura comercial fueron creados o fortalecidos programas como Asignaciones Familiares, los Cen-Cinai, Avancemos, las pensiones no contributivas y otros. De hecho, el gasto social se mantiene en torno al 20% del PIB —uno de los más altos de Latinoamérica— y más bien viene aumentando desde 1990. Que ese gasto no produzca los frutos que todos esperamos es otra cosa, y lo que hay que preguntarse es por qué esto es así.
En cuanto a monopolios y oligopolios, estos aumentan los precios para todo mundo, por lo que su contribución a la inequidad es tangencial, aunque importante. Ottón menciona oligopolios en tarjetas de crédito, medicamentos, cemento y transporte público. Deja por fuera otros que inciden más en la inequidad, porque afectan sobre todo al bolsillo de los más pobres: leche y productos lácteos, arroz, harina y azúcar. Y entre los que nos afectan a todos deja de mencionar el más importante: Recope.
Eli Feinzaig parte de un curioso non sequitur: “El hecho de que el costarricense se confiese reiteradamente feliz, según el World Happiness Index, nos demuestra que el enfoque de las políticas redistributivas para reducir la desigualdad es erróneo.” ¿Qué habrá querido decir? ¿Qué somos felices por las razones equivocadas? De allí en adelante su planteamiento es estrictamente ideológico, liberal por supuesto, pero mucho menos concreto que los certeros análisis a los que nos tiene acostumbrados. Sin embargo, es el único que señala un factor decisivo: “las gollerías de la nueva clase privilegiada del sector público”.
El análisis de Luis Paulino Vargas es también muy ideológico, como cabría esperar, pero acertadamente señala el nuevo papel del sector financiero “y el surgimiento de sectores de orientación especulativa (como el inmobiliario) o vinculados al capital extranjero.” Me parece, sin embargo, que comete un error al restarle importancia relativa al factor educación.
Es difícil demostrar empíricamente adónde va la concentración de riqueza, pero es interesante preguntárselo para fines del análisis. ¿Quiénes habitan el quinto quintil, ese 20% con más altos ingresos en la población? Y mejor aun ¿Quiénes están en el décimo decil, el 10% más rico de la sociedad? El sentido común nos sugiere que hay allí tres tipos de personas: gerentes y empresarios del sector privado, altos funcionarios (y pensionados) del sector público, y algunos profesionales independientes como cirujanos, abogados, etc.
El que los empresarios ganen buen dinero, si lo hacen en forma legítima, es parte de la lógica del capitalismo. El sistema les permite acumular recursos con el fin de que ellos a su vez los reinviertan, creando así empleo, riqueza y oportunidades para otros. Nos guste o no, así es como funciona. Para limitar el enriquecimiento excesivo, y para que parte de esa riqueza se canalice hacia el bien común, existen impuestos como el de la renta, el de los bienes inmuebles y el de las ganancias de capital. Todos existen aquí, aunque bien sabemos que no todos se pagan. Si se pagaran habría más equidad, no tanto por lo que se les quite a los empresarios, sino en la medida en que el Estado gaste bien esos fondos en beneficio de todo el cuerpo social, y en especial de los más pobres.
Los altos funcionarios y pensionados del sector público son los nuevos invitados a la mesa de los privilegios, y como tales a menudo se les ignora. Sería interesantísimo (y no muy difícil) saber cuántos están en el decil superior. A diferencia de los empresarios, ellos no “pescan” sus ingresos en el conjunto de la economía sino en su estanque particular: los fondos públicos, que se nutren de nuestros impuestos. Habrá quien agregue que los empresarios generan riqueza y crean empleo, y estos otros no. Error grave e injusto. Un gerente del ICE o AyA, un juez o un ministro también crean riqueza y oportunidades, solo que por otras vías: haciendo posible que lo hagan los demás. Y a estos es más fácil cobrarles los impuestos, ya que sus ingresos son visibles para la Tributación Directa.
El problema, del que hemos venido a enterarnos en los últimos años, es que a lo largo del tiempo se ha venido acumulando en el sector público una montaña de distorsiones salariales realmente monstruosa, cuya financiación pesa sobre el conjunto de la economía de una forma insostenible. En otras palabras, existe un gran problema de inequidad dentro del propio sector público, donde hay gente que apenas gana el salario mínimo y gente que gana veinte veces eso. Y no, los que ganan los más altos salarios no son “los políticos” (presidente, ministros, diputados), sino personas que han sabido jugar el juego de los “pluses”, o que simplemente han calentado su asiento por un número suficiente de años.
En el sector de los profesionales independientes también hay que reconocer diferencias, porque, así como hay médicos o abogados que tienen ingresos de clase media, hay otros que sí ganan sumas elevadísimas. El problema es que ni unos ni otros pagan los impuestos como se debe, si nos atenemos a lo que se ha publicado. Tiene lógica: es el grupo al que le queda más fácil ocultar sus ingresos. Si algo justifica la extensión del IVA a los servicios es el poder cobrarle bien los impuestos a este sector.
Sin duda alguna es importante que cada cual pague impuestos de acuerdo con sus posibilidades, pero, aun si ello se lograra en un 100%, poco habríamos ganado —en términos de equidad— si el Estado no utiliza esos fondos para emparejar la cancha y crear mejores oportunidades para todos.
¿Y eso cómo se logra? La respuesta general es: mejorando la infraestructura y todos los servicios públicos. En una sociedad eficiente, con buenas carreteras y telecomunicaciones, hospitales públicos, escuelas y colegios, seguridad ciudadana y ordenamiento territorial y urbano, todos tendríamos mejores oportunidades. Pero específicamente para corregir la inequidad, tiene especial importancia la educación. Ella es el mecanismo de movilidad social por excelencia, además de que aumenta la productividad. Por supuesto que es importante seguir gastando en compensar los efectos de la pobreza, pero eso es todavía mejor si se vincula con un “premio” a las familias que mantengan a sus hijos en el sistema educativo, como lo hace el programa Avancemos.
Sabemos que nuestro sistema educativo tiene muchísimos defectos, empezando por la enorme distorsión que existe entre lo que se les da a las universidades y lo que se le da al resto. El sistema de formación, selección y retribución de los educadores es poco menos que desastroso, como también lo es la construcción de infraestructura educativa. Alimentar con el 8% del PIB a ese statu quo no nos lleva a ninguna parte. Pero si se reforma y se corrige lo que hay que corregir, allí está una de las claves para combatir la inequidad.
Otra, muy importante, es la desburocratización. Permítanme ser enfático en esto. El exceso de trámites, el reglamentismo, el formalismo hostil y arrogante al que nos vemos sometidos cotidianamente nos perjudica a todos, pero en especial a quienes carecen de los instrumentos (abogados, información, tiempo) para navegar en esa jungla. Es una de las peores formas de discriminación, y lo más triste es que nos hemos acostumbrado a ella. La burocratización es una de las causas de que el alto gasto social no produzca los efectos que buscamos, sino que mantenga estancada la pobreza. Urge que un equipo de expertos formule un proyecto de ley ambicioso para devolverle racionalidad a la administración pública. Es imperativo poner los derechos del ciudadano como el principal bien jurídico a proteger en cualquier trámite, por encima de las atribuciones burocráticas.
El día que eso se logre, uno de los principales resultados será la liberación del espíritu emprendedor de los ticos. Y eso tendrá un impacto decisivo sobre la inequidad. Porque el Estado no es el principal creador de oportunidades. Es la propia gente. Con acceso a educación, crédito y tecnología, la gente hace maravillas. El poder de los consumidores, junto con el de los pequeños y medianos empresarios y sus organizaciones, es la mejor arma contra los monopolios y oligopolios (además de la aplicación normativa que impida o los limite). Una sociedad equitativa es, ante todo, una en que las oportunidades abundan y están bien distribuidas.
Dije al inicio que mi análisis sería incompleto, y vaya si lo es, pero confío en que estas reflexiones puedan contribuir en el debate.
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