Los costarricenses no tenemos tiempo de odiarnos: estas palabras tan oportunas de don Rodolfo Piza apuntan a un fenómeno complejo y urgente. Tratemos de entenderlo ordenando las ideas.
La presente campaña electoral pone al descubierto hechos y tendencias que ya estaban ahí o se gestaban ante nuestros ojos y no las veíamos o no queríamos verlas, como suele ocurrir frente a información que nos resulta molesta. A veces los intereses inmediatos son tan poderosos que no dejan echar una mirada más allá. A veces la visión de los hechos remueve tanto nuestros sistemas de ideas fijas, que preferimos sofocar las evidencias o aplazar las respuestas sine die. A pesar de eso, como en la novela gótica, el ingrediente extraño se incuba y no nos damos cuenta hasta que está ahí.
Quisiera señalar a continuación ciertas variables (sociales, políticas, teopolíticas) que, a mi modo de ver, confluyen en la actual coyuntura.
Primero: el estado costarricense (y con él la dirigencia económica y política, pero también el entorpecimiento burocrático) ha descuidado una de las funciones básicas que se espera de un país democrático, es decir la redistribución de la riqueza por medio de los servicios (salud, educación, infraestructura, etc.). Desde los años 80, el estado, la política y sobre todo los políticos han sido negligentes con respecto a grandes sectores de población, que por ello se han empobrecido, pierden perspectivas y sufren violencia. Estas condiciones, gracias a la campaña electoral, han saltado a la vista en la primera ronda, tal y como se infiere por el reparto del voto, el cual se ha volcado hacia quienes les ofrecen esperanzas, aunque sea en el otro mundo.
El otro mundo nos lleva al segundo factor que es de este mundo: en el campo político puja por entrar a todo galope un nueva fuerza: la religión, y más exactamente, el protestantismo neopentescotal de lejana inspiración calvinista. Este fantasma que venía tomando cuerpo desde hace décadas, permite hablar incluso de teopolítica. El dios bíblico (el del Antiguo Testamento, pues las invocaciones se concentran en él y rara vez acuden al Nuevo Testamento) empieza a acaparar los programas, los móviles y los fines de la acción política. Esta acción que me parece oportuno llamar teopolítica se ha arraigado ahí donde la población sintió los vacíos redistributivos del estado. También se explica porque la Iglesia Católica, tan rígida en sus ritos y aparentemente tan alejada de las necesidades reales de las personas, ha cedido terreno en su trabajo evangelizador. La jerarquía tampoco se ha hecho eco del Papa Francisco —quien proclama separar religión y estado— y más bien se ha aliado con sus competidores en el campo de la fe.
Hay otros antecedentes que parecen avivar desde fuera este ascenso pentecostal: la victoria de Trump, que recibió su voto, la campaña contra Dilma y Lula, la oposición religiosa al referendo por la paz en Colombia y varios ejemplos en Centroamérica. Otro hecho favorable a esta corriente que bendice el poder con los textos bíblicos, es el favor de varios actores políticos —los cuales ponen la cara o actúan entre bambalinas por cálculo electoral inmediatista y sin miras a largo plazo con respecto a la institucionalidad del país—. También hubo acciones simbólicas que ayudaron a acercar a la religión a la política (y sin pactos claros como fue otrora el de Calderón, Mora y Monseñor Sanabria), entre los cuales solo quiero destacar el manifiesto conjunto de la Alianza Evangélica y la conferencia Episcopal en la llamada manifestación por la familia. No dejaré de mencionar la decisión de la Sala Cuarta cuando interpretó en sentido restringido la prohibición de que los clérigos ocuparan cargos en el gobierno. Además de eso, la toma de posición del Tribunal Supremo de Elecciones sobre el uso de la fe religiosa en la campaña se postergó demasiado.
Un tercer factor es que desde hace tiempo los partidos políticos no responden a los intereses sociales y sectoriales. Es posible percibir, más bien, un reacondicionamiento en curso: los partidos deben ganarse su representatividad y los sectores sociales necesitan ser representados en los juegos de interés organizando con instituciones el ejercicio del poder. Solo así puede funcionar el sistema democrático, al que —doy por sentado— la mayoría de los costarricenses no quiere renunciar.
El cuarto punto da vértigo. Pareciera que la teopolítica omite en su agenda los derechos humanos. No exagero: me refiero a palabras dichas en los últimos meses con efectos performativos, es decir con la intención de hacerlas realidad. Durante la actual campaña los costarricenses, acostumbrados a creer que vivíamos en una sociedad moderna, casi desarrollada, orgullosa de sus avances, ilustrada y feliz, nos hemos visto de pronto perplejos escuchando discursos explícitos contra los derechos de las minorías, contra los derechos de la mujer, palabras emocionalmente sobrecargadas, a la vez que se han tergiversado los alcances de estos derechos y se ha intentado desestimar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos así como la pertenencia de Costa Rica a ella, incluidos los compromisos y ventajas que implica. Peor aún, algunos políticos provenientes de otras tiendas, al adherirse al PRN, respaldan de hecho sus excesos verbales contra las minorías o atacan de forma explícita esos derechos tan arduamente convertidos en ley en el sistema de derecho internacional y afincados por siglos de civilización. Hace unos días don Armando González destacó en un artículo el desacierto de un exministro de Relaciones Exteriores quien sobrepuso algo mal llamado ‘cultura’ nacional a los derechos humanos. ¡Gran noticia para la cultura nacional de algunos países en el Medio Oriente que subordinan a las mujeres en todo!
En quinto lugar, quiero referirme a un asunto muy delicado: cuando se da curso libre a los prejuicios y se los convierte en algo subentendido, cuando estos prejuicios se ‘legitiman’ con el aura religiosa, desdeñando los derechos de las minorías, se les abren las puertas a los actos de agresión verbal e incluso física. El fenómeno es harto conocido: si se le reduce a alguien su condición humana, es más fácil agredirlo: la fe lava la culpa.
La cuestión de la teopolítica nos lleva a formular distopias, es decir escenarios de ciencia ficción en los cuales podríamos imaginarnos un estado hostil a las minorías, a la crítica e incluso a la prensa, que paraliza el saber, atemoriza a los que piensan diferente, que se alimenta de un dios concebido a la medida, con sus apóstoles como guías absolutos. Ese estado se parecería más, en nuestra imaginación distópica, a una medioeval Inquisición. Por desgracia sopla un viento gélido por muchas partes del mundo que ensancha los márgenes de lo posible y da fuerza al racismo, a la religión como arma de poder y exclusión, al nacionalismo egocéntrico, etc.
Por las razones apuntadas, esta campaña electoral tiene un perfil único y también la particularidad de que las redes sociales sustituyen a las manifestaciones callejeras, sin economizarnos un alto grado de violencia discursiva. La elección del 1º de abril dejará una marca en el país, pero con la introducción del juego teopolítico el drama apenas habrá empezado.
Los costarricenses tendremos que decidir con nuestras acciones, empezando por el voto, si tenemos tiempo o si nos sobrará tiempo para odiarnos o amarnos. Espero que triunfe la prudencia, y no el fanatismo, la indiferencia o el simple cálculo.
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