Las reacciones frente al resultado electoral de febrero han abarcado un espectro que va de la sorpresa a la furia, de la resignación al activismo. Muchas de ellas, sin embargo, se han visto teñidas de un elemento apologético que me resulta bastante extraño y profundamente hostil. Quienes escriben, principalmente en espacios relativamente progresistas como este, parecen empeñados en no reprocharle a nadie su voto, y en casi disculparse por su horror ante la victoria de Restauración Nacional.
Contra la evidencia más inmediata, muchos insisten en que quienes el 4 de febrero votaron por Fabricio Alvarado y Restauración Nacional no lo hicieron guiados por la homofobia y el conservadurismo, sino como protesta contra un establishment que los ignoró olímpicamente durante años. Cuando los datos electorales mostraron que RN triunfó sobre todo en las provincias costeras, ese discurso adoptó una vertiente particular: el de una rebelión de los costarricenses olvidados contra un Valle Central solipsista. Una buena muestra es la entrevista de este medio a Gustavo Araya (no por nada titulada “Nosotros los meseteños”); también está la columna del 7 de febrero de Jorge Vargas Cullel en La Nación, pero los ejemplos sobran.
Este discurso ha calado por diversas razones. Para empezar, entronca bastante bien con cierta lectura de fenómenos recientes como la victoria de Trump o el Brexit, que los interpreta como rebeliones contra los poderes establecidos (no estaría mal que alguien me explique en qué sentido votar por un billonario neoyorquino implica ir contra el establishment, pero esa es otra historia). Al mismo tiempo, ofrece un camino hacia adelante: si el voto a Fabricio no es fruto de la homofobia sino de la pobreza y la exclusión sistemáticas, entonces lo que hay que corregir es esto último. Finalmente, calma la mala consciencia del votante progresista, generalmente de clase media, quien por sus mismos valores no quiere hablar mal de los sectores más marginados, que fueron quienes le dieron la victoria en primera vuelta a Restauración.
Dosis de verdad
Es probable que (por tomar los tres partidos que han visto las mayores oscilaciones en su bancada legislativa en las últimas tres elecciones) muchos de los que votaron por el ML en 2010 lo hicieran por el FA en 2014 y, eventualmente, por RN en febrero. Habría, por lo tanto, cierto electorado “flotante”, en busca de una opción política que responda a sus intereses. La relación inversa entre el índice de desarrollo humano de un cantón y su tendencia a votar por Fabricio solidificaría esta relación: el voto por RN no sería un voto a favor de su agenda, sino en contra de los demás; esto a pesar de que el candidato que, con su discurso de manudurismo demagógico, encarnaba mejor un populismo de derecha era Juan Diego Castro, no Fabricio Alvarado.
El problema es que los datos muestran una relación clarísima entre la intención de voto a Fabricio y la opinión consultiva de la Corte. De 5,5% en diciembre, trepó abruptamente, a 26% en la última encuesta de Opol antes de las elecciones y, finalmente, se quedó en casi 25% en la primera vuelta. Esto, por supuesto, nadie lo niega. Pero muchos parecen evadir la conclusión inevitable. Que Fabricio ganara la primera vuelta tiene menos que ver con la economía que con una revuelta conservadora contra el avance de los derechos de las minorías: de los homosexuales, en el caso de la opinión consultiva, y de las mujeres y adolescentes, en el rechazo a las guías de educación sexual. La mala consciencia que podamos sentir ante el hecho de que muchos votantes de Fabricio estén económicamente peor que (algunos de) nosotros no significa que debamos ignorar sus prejuicios.
Ahora bien, resulta evidente que la ausencia del Estado (y del mercado, porque no olvidemos que la “mano invisible” tampoco ha ayudado a estos cantones) fue terreno fértil para el ascenso de Restauración Nacional, y que sus votantes tienen muchas cosas para reclamarle a la sociedad como un todo. Pero reconocer los legítimos reclamos de estos votantes no puede llevarnos a normalizar su voto. Porque aunque la bronca que sientan es legítima (dándoles el beneficio de la duda y aceptando que en parte su voto sea una especie de protesta por sus condiciones socioeconómicas), el objeto de su bronca no lo es. No votaron contra los empresarios (como habría sido un voto por el FA, o el PT de Jhonn Vega) ni contra el Estado (un voto por el ML, o el Partido Liberal Progresista); es decir, no votaron contra ninguna de las entidades que, teniendo efectivamente el poder en nuestra sociedad, podrían hacer algo para cambiar su situación. Votaron según sus valores, no cabe duda, pero hay que tener claro cuáles son esos valores.
Votaron contra la educación y la diversidad sexual. Votaron para no combatir el embarazo adolescente, para no darles herramientas a los jóvenes (y sobre todo las jóvenes) con las cuales navegar su sexualidad de forma más segura, y eso a pesar de que con una carta de los padres basta para excluir a cualquier alumno de esa materia. (Esto, dicho sea de paso, es un problema: la educación sexual debiera ser obligatoria.) Finalmente, votaron para seguir marginando a los homosexuales. Y ojo: quienes más van a sufrir por todo esto no son los meseteños clase media que componemos el núcleo del electorado del PAC y que aparentemente tendríamos la culpa de lo que pasó en febrero (porque, según algunos, insistir en los derechos de las mujeres y las minorías es más grave que el desempleo o la falta de oportunidades).
Son, precisamente, quienes viviendo en los cantones que ganó Fabricio van a sufrir todavía más marginación. Porque, aunque la homosexualidad sea más visible en la clase media, ésta permea todos los estratos sociales, y los gais de las zonas rurales son aún más discriminados que en San José (donde tampoco es que la pasen de las mil maravillas). Porque quienes más necesitan educación sexual son quienes crecen en hogares disfuncionales (más frecuentes en los cantones de bajo desarrollo), o en ámbitos sociales donde el sexismo y el machismo tienen más arraigo. Evidentemente el sexismo y el machismo abundan en todos los estratos sociales, y por eso necesitamos que la educación sexual sea obligatoria, pero, y me disculpo si queda mal decirlo, estadísticamente el problema es más grave en los cantones rurales y pobres donde ganó Restauración.
¿Negar la realidad?
Aquí sí puede ser esclarecedora una comparación con EEUU. No porque el voto a Trump sea un voto “antisistema”, sino por la negación de una gran parte de los medios supuestamente progresistas a lidiar con las verdaderas causas de la victoria de Trump: el racismo explícito y su postura antiimigratoria. Todos los estudios académicos que se hicieron muestran una relación directa entre las posturas racistas y la probabilidad de votar por Trump. La prensa, sin embargo, ha insistido en interpretar su victoria como un grito desesperado de los votantes olvidados del medio oeste estadounidense, a pesar de que los blancos de todos los estratos socioeconómicos votaran por Trump, y no sólo los de clase trabajadora. La razón es clara: resulta incómodo aceptar que una parte tan grande de la sociedad tenga opiniones racistas. Pero los problemas sociales no dependen de que los aceptemos o no: están ahí. En nuestro caso, dado el salto abrupto en la intención de voto a Fabricio después de la opinión consultiva, las especulaciones son inútiles. Es evidente que la homofobia fue el combustible de su victoria. Si queremos combatirla, hacemos mal en barrerla debajo de la alfombra.
Todo esto no es un llamado a “castigar” de alguna manera a quienes votaron por Fabricio. Sus derechos humanos, que están siendo violados por la pobreza y la falta de oportunidades en que muchos de ellos viven, no dependen de sus posiciones políticas, de sus prejuicios o de la falta de ellos. Por eso se llaman derechos. Es necesario afrontar los problemas estructurales de nuestra sociedad, combatir la desigualdad y terminar con este país de dos velocidades, donde una parte recibe las ventajas del mundo moderno mientras otra languidece a la espera de que parte de esa riqueza se derrame sobre ellos. Pero tampoco podemos tapar el sol con un dedo y negar las razones que llevaron a tantos costarricenses a votar por Fabricio. Su derecho a más y mejor trabajo, educación y salud no está por encima de los derechos de otros grupos. Su bronca (en parte justificada) no los habilita a negar el derecho de los homosexuales a no ser discriminados, el de los (y sobre todo las) adolescentes a una educación sexual que los empodere en sus vidas o el de las mujeres a la igualdad social, política y económica. En la medida en que esos votantes sean marginados hay que defenderlos, pero en la medida en que marginen a otros hay que luchar contra ellos. Nuestra mala consciencia por las condiciones en La Carpio y en Cienaguita no puede ocultarnos lo que ocurrió el 4 de febrero.
En 1349, durante el auge de la peste negra, cuando media Europa estaba sembrada de cadáveres, circularon rumores en muchos pueblos de que los judíos, en una improbable alianza con los leprosos, estaban contaminando los pozos de agua, y miles de ellos fueron asesinados. Una crisis llevó al derrumbe de las normas de convivencia y, como suele pasar, fueron los más débiles quienes pagaron las consecuencias. Es evidente que la peste negra fue el disparador de las masacres, pero estas no hubiesen ocurrido sin el antisemitismo ya existente y, del mismo modo que el fin de la epidemia no significó el fin del antisemitismo, la homofobia y el machismo no van a desaparecer con una simple mejora de las condiciones socioeconómicas. El dolor de aquellos cristianos frente a la peste era mucho mayor que el de quienes, frustrados por la pobreza y las guías de educación sexual, votaron en febrero por un pastor evangélico que ha dicho que su primer acto de gobierno sería derogar un decreto contra la discriminación, pero ni el sufrimiento ni la bronca habilitan para victimizar a otro grupo marginado y convertirlo en chivo expiatorio.
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