En Costa Rica, cuando se sale a la calle en plena ciudad se pueden ver las montañas de colores azulados. Los atardeceres parecen mentira; una pintura al óleo que ilumina los techos de las casas de anaranjado color fuego. Todavía puedo escuchar a mis profesores y profesoras de Estudios Sociales recitar que Costa Rica es un pedazo de tierra con el 4% de la biodiversidad mundial.
Tal vez es por este discurso recitado, memorizado y heredado por generaciones que cuando el Happy Planet Index eligió a Costa Rica como el país más feliz del mundo en el 2017 la gente se infló el pecho para decir: “¡Somos potencia mundial!” “¡Somos Pura Vida!”.
En el 2017, alrededor de 25 femicidios fueron perpetuados a manos de esposos, parejas y exparejas. Hasta el momento, los protocolos para garantizar el aborto terapéutico no son aplicados. No existe un reglamento específico para castigar el acoso sexual callejero. En el país más feliz del mundo, las mujeres somos vulnerables y nos toca llorar a las que ya no están con nosotras; y sentir que las calles no están hechas para nosotras.
En este pedacito de tierra, la vida de las personas trans corre peligro todos los días tan solo por existir. Las personas trans son violentadas, su esperanza de vida es de 35 años por lo propensos que están sus cuerpos a los crímenes de odio y el acceso limitado a la salud. ¿Quién no recuerda el debate nacional cuando se anunciaba que las personas trans tendrían acceso a tratamientos hormonales de parte de la CCSS? Las personas trans llevan décadas dando una lucha histórica tan solo por el reconocimiento de un nombre y género en sus documentos oficiales, algo que tantas personas dan por sentado.
En el país más feliz del mundo, las elecciones del 2018 se basaron en homofobia y discursos de odio. La población LGTBI se convirtió en el centro de pelea. Sin siquiera pedirlo fuimos las preguntas más esperadas de los debates; solamente por tener la osadía de luchar por derechos igualitarios.
Tal vez yo también tendría ese sentido de pertenencia, a veces lo envidio en secreto, si no sintiera que en el propio país donde he nacido soy vulnerable a amenazas de muerte, si no tuviera que soltarle la mano a mi novia cuando estamos en espacios públicos, si mi mamá no sintiera la necesidad de rogarme que me cuide cuando salgo porque la llena de terror que su hija visiblemente lesbiana para la sociedad, tenga que andar sola por las calles llenas de intolerancia en este país.
A veces, Costa Rica se siente como una familia disfuncional. Ese tipo de familias que la mayoría de gente LGTBI conocemos tan bien. Tener que caminar con cuidado y evitar las escenas amorosas en ciertos lugares me recuerda cuando era la cena de Navidad y en la mesa familiar alguien decía un chiste homofóbico y la familia se reía, pero una optaba por irse a comer sola al cuarto con la excusa de que le dolía la cabeza. Mi tía homofóbica no entiende porque ya no voy a actividades familiares y, al parecer, Costa Rica tampoco.
No me acusen de violenta, no me amenacen de muerte. Yo también disfruto del sol anaranjado de las tardes de febrero, pero no dejo que esa luz me ciegue de observar el resto del panorama. Y sí, en mi cabeza he construido escenarios donde me voy para siempre de este lugar sin mirar atrás. Por el momento, aquí me quedo.
Creo que el miedo y la rabia se están convirtiendo en organización, creo que seremos un obstáculo imparable para el fundamentalismo religioso si nos organizamos. Se necesitará más que un gobierno de turno para arreglar esta separación y desigualdad. Necesitaremos sanar desde lo profundo. Y así, tal vez un día ya no parezca lejana utopía una Costa Rica donde quepamos todos y todas y donde la diversidad sea solo un indicativo más de felicidad colectiva.
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