No pretendo analizar aquí cuál de los partidos que están postulándose en Segunda Ronda tiene más probabilidad de resolver los problemas fiscales, ni creo poder abogar por quién representa de mejor manera la voluntad divina para encarar un gobierno. En estos temas es muy posible que no nos pongamos de acuerdo, sin embargo, quisiera creer que podemos llegar a un acuerdo sobre algunos principios, algunas reglas que hacen que la democracia exista, que funcione. Necesitamos discutir esto porque con los comentarios y hechos que se ven en estos días, pongo en duda de si al menos tenemos los siguientes principios presentes...
Gobernar es definir una línea de acción, negociar y avanzar... no improvisar
Para empezar, la política se trata esencialmente de la definición de una línea de acción, un programa que sirve para definir un norte, una intención, y luego se requiere de una habilidad de convencimiento y negociación con sectores que no comparten exactamente las mismas intenciones, para poder llegar a un acuerdo que, como grupo, nos hace mejorar el estado actual. Esto implica que hay que definir prioridades, un conjunto de acciones congruentes entre sí, lo cual requiere conocimiento y experiencia en la administración del estado; y una habilidad y voluntad para llegar a acuerdos.
Muy importante es entender que no hay políticas correctas e incorrectas, se hace una apuesta muy fundamentada de hacia dónde se debe dirigir el país, y esto requiere consenso. En este sentido, no es conveniente que el grupo o personas que quieran emprender esta tarea no tengan experiencia ni conocimiento sustantivo de cómo se administra un gobierno. Darle la oportunidad a alguien sin esta base no es coherente con la complejidad que implica la tarea. En un sistema presidencialista, quien ejerce la presidencia es la figura clave para concertar esas voluntades a partir de ese rumbo político que debió haber quedado muy claro desde la campaña.
La libertad es eje medular de la democracia y no se puede dar por sentado
Los grupos que lucharon hace cientos de años por construir la base de nuestra sociedad civilizada occidental y los fundamentos de nuestra vida diaria pusieron en un lugar muy especial la libertad. La principal preocupación de estos grupos no era perder esa libertad con algún ejército o rejuntado terrorista, lo que más tuvieron en mente fue el propio estado y los conciudadanos. Lo que definieron como base del funcionamiento de un estado de derecho es la libertad, entendida como la no intromisión del estado en la vida del individuo, del ciudadano, en el tanto las acciones de este individuo no afectaban otro individuo en su propia libertad.
Es decir, si cometo un robo, el estado lo sanciona porque limité la libertad de otro individuo, pero si ejerzo mi sexualidad según mis propias creencias o preferencias, eso no limita a nadie más en su propia vida. En este punto no estoy abogando por algún grupo con orientación sexual en particular, estoy reafirmando la seguridad de que si esto no lo respetamos, mañana puede venir otro grupo a definir que alguna de nuestras propias acciones individuales y libres no va conforme con sus creencias, e impedirnos, “por bien de la comunidad”, ejercer nuestra libertad. Hoy no nos imaginamos dónde termina eso, pero les puedo prometer que no quieren estar ahí.
Nuestros problemas van más allá de la corrupción... y no los resuelve Dios
Todos lo escuchamos diariamente, pero no nos detenemos a reparar en lo que provoca en nuestras emociones: el mundo es hoy mucho más complejo y dinámico. Las relaciones entre países son más complejas, entre personas, entre empresas, etc. Los problemas son más complicados de resolver que antes también. En esa medida, entre otras razones, le cuesta más a los gobiernos y partidos políticos ser igual de eficaces que hace algunas décadas en resolver esos problemas. Alegar ante esto que el problema es la corrupción es una simplificación, esperemos, muy inocente.
El siguiente paso para simplificar la solución de estos problemas complejos es recurrir a un enviado divino. No es la discusión aquí si creemos en alguna voluntad de Dios o no, el punto es que los problemas se resuelven con “el mazo dando”, a quién le rogamos en paralelo es otro tema. Asumamos que los problemas son complejos, y asumamos que va a requerir compromiso y sacrificio de cada uno de nosotros, y que nos equivocaremos también. Pensar que alguien que se siente ungido por la divinidad tiene por comunicación directa, las soluciones, no tiene sentido.
El camino pasa por diálogo, diversidad y convivencia
El progreso y el crecimiento de un grupo depende esencialmente de su diversidad. Si no tenemos a lo interno de cualquier grupo (como la sociedad) formas distintas de ver y vivir la vida, no tendremos nada por qué debatir, por qué convencer a otros. Cuando tengo que convencer a otro de mi punto de vista pasan dos cosas: tengo que ser más preciso, consecuente y claro con mi posición, lo cual me lleva a una mejor solución.
Por otro lado, si tengo que convencer a otro y parto de que no hay una posición correcta y otra falsa, probablemente entre los dos – o entre muchos – llegaremos a una mejor idea que cada uno solo. Esta tendencia se puede observar en todas las grandes civilizaciones de la humanidad, y ahora también en las empresas y corporaciones más exitosas del mundo. Este principio hace que pasemos de la idea de “tolerar” a grupos diferentes al nuestro, a “promover” el diálogo y convivencia con esos grupos.
La historia nos enseña a no perseguir a las minorías
Una característica imprescindible de la democracia de occidente, y que nos hizo tener paz y armonía social por muchos siglos, es el respeto a las minorías. Alemania tiene como primer artículo de la Constitución del estado alemán, “la dignidad humana es intocable”. Este reconocimiento fundamental no es gratuito, es el aprendizaje quizá más duro de la historia, de una nación que cometió el gravísimo error de no detectar a tiempo las intenciones de un régimen que consideró este principio de respeto y cuido de las minorías como una aberración.
Nos debemos preguntar qué derechos básicos le concedemos a las personas que no son parte de la mayoría, qué dignidad le concedemos. Y este principio está relacionado con el principio de libertad. El derecho de esas minorías no limita mi propia libertad en la medida en que yo pertenezca a una mayoría en ese punto en particular. La dignidad humana, la seguridad de que en un país, en un estado, no se me limita mi vida cotidiana y mis sueños por ser de otro país, de otro credo, e inclusive de otra orientación sexual, es la base de la convivencia pacífica como sociedad. Insisto, un estado que se atribuye el derecho de interpretar cuáles minorías sí merecen esos derechos y cuáles no, es el inicio para perder la paz y dignidad humanas.
Como aclaré al inicio, no espero con estas líneas convencer de un contenido político en específico, sino de reivindicar, recuperar el lugar que deben tener las reglas más preciadas de nuestra sociedad. Espero contribuir con eso a un voto no más razonado necesariamente, sino más claro de qué es posible votar y qué no.
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