Las autocracias no aparecen de repente, se construyen paso a paso, siguiendo huellas viejas como el poder mismo y mediante un patrón reconocible: la búsqueda de autoridad sin límites mediante dosis grandes de ego.
Muchos autócratas alcanzan el poder mediante procesos electorales y desde allí dan el salto hacia su meta. Sostienen, a veces con fundamento, que el país fue secuestrado por castas corruptas e incompetentes, prometen barrerlas y para ello, exigen poderes especiales, pues aseguran estar rodeados de enemigos y rechazan cualquier control. El fenómeno es global y da igual si hablamos de Hugo Chávez, Viktor Orbán, Daniel Ortega, Nayib Bukele, Nicolás Maduro, Evo Morales, Alberto Fujimori, Recep Tayyip Erdoğan, Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza Debayle, Vladimir Putin, Donald Trump, Javier Milei y varios más. Sus historias deberían bastar para alarmarnos.
El autócrata nace cuando se concibe y proyecta a sí mismo como infalible, magnánimo, superior y deja de ver la crítica como un mecanismo saludable, la interpreta como una ofensa personal y rechaza cualquier cuestionamiento a sus edictos; se autoproclama dueño de la verdad única e intérprete exclusivo de la voluntad popular. Cuando el líder controla las decisiones y nadie se atreve a contradecirlo ahoga el ejercicio profesional; sus ministros y asesores solo repiten, y se convierten en delegados obedientes. Las instituciones se vacían de capital humano, se desintegran al llenarse de incondicionales, figuras decorativas y testaferros; la corrupción e incompetencia se disimulan, los errores se maquillan, la verdad se sacrifica en nombre de la lealtad y la autonomía institucional se diluye y pulveriza hasta extinguirse. Así comienza la erosión interna, sin fusiles, tanques ni golpes.
Bajo esta lógica el debate desaparece, la diversidad interna se apaga, la crítica y autocrítica se prohíben, las propuestas correctivas son tratadas como amenazas subversivas, insultos o traición. El gobernante asume el control detallado de la vida nacional, de lo que la población dice, necesita, piensa y siente. Atribuye cualquier fracaso a enemigos internos o externos y exige más poder para combatirlos. Paranoia, delirios, megalomanía, arrogancia, prepotencia, egocentrismo y narcisismo suelen acompañar esta dinámica. La autocracia se vuelve totalitaria y populista cuando, para encontrar su base ideológica, se disfraza de la ficción de que el líder encarna la voluntad del pueblo. Quien disienta, queda fuera del colectivo imaginario.
La democracia se degrada si se reduce al calendario electoral, proclamando una voz única apoyada por la desidia de la ciudadanía desentendida del destino nacional. Votar es indispensable, pero no basta. Las elecciones no sustituyen al debate público ni descubren verdades, son apenas mecanismos correctivos temporales, no meras formalidades. Si el voto se vuelve un simple adorno para legitimar el poder, la democracia pierde el sentido, pues tampoco reemplaza el sistema de controles ni exime al gobernante de rendir cuentas; mucho menos autoriza a la mayoría circunstancial a demoler los derechos de las minorías. Si las urnas se utilizan como escenografía para legitimar abusos, dejan de ser herramientas cívicas y se transforman en recursos decorativos de la opresión.
La democracia es compleja, dado que el pueblo no es unitario ni tiene una sola mentalidad; exige debate, diversidad de ideas y decisiones negociadas. Las autocracias son sencillas, pues el líder decide mediante monólogos e imposiciones amparadas en teorías conspirativas y la disolución de los contrapesos; se ofrecen como “estabilidad”, medida solamente por la obediencia a la cadena de mando sobre la ética y el bienestar social.
Un principio básico del sistema democrático es el límite del poder central; los controles, supervisión e independencia de las instituciones son indispensables, especialmente cuando un gobernante llega al cargo con mayoría amplia. Las sociedades se adaptan a la alternancia mediante la deliberación, negociación y diversidad y se defienden hablando, votando, contrastando, fiscalizando y resistiendo. Si callan, niegan e ignoran, se aplazan, minimizan y permiten su caída.
La autocracia populista es particularmente peligrosa, pues se disfraza de redención moral y suele ocultarse detrás del discurso que la encarna como la única voluntad legítima de la ciudadanía; quien se oponga, queda fuera del “pueblo verdadero”. Pero como ningún pueblo es homogéneo ni unitario, al reconocer una sola voz se cubre del soliloquio, el debate muere y con ello la democracia.
Otro principio básico, repetido hasta el cansancio, es que ningún poder está por encima del límite que lo contiene. Los contrapesos no son caprichos, sino amortiguadores; la supervisión independiente no es enemiga del pueblo, sino su garantía. Cuando un gobernante socava esos cimientos, el sistema entero se tambalea. Los fieles del autócrata celebran y aplauden esa señal como si fuera virtud. Convencidos de que la concentración del poder equivale a eficacia, confunden autoritarismo con firmeza y justifican las embestidas contra jueces, periodistas y opositores.
Bajo el estandarte de combatir élites corruptas y proteger a la nación, el líder requiere eliminar los controles; toda forma de fiscalización será calificada como conspirativa. Prensa, universidades públicas, congreso, tribunales, órganos electorales, fiscalías y oposición se vuelven blancos de una narrativa corrosiva y descalificadora. El Poder Legislativo, concebido para representar a la ciudadanía y canalizar los grandes debates nacionales pierde su función esencial al llenarse de discusiones confrontativas, estériles e improductivas; deja de ser espacio de debate, foro de ideas relevantes y se vuelve réplica del discurso oficial. La democracia pierde así su columna vertebral: la discusión pública. Entonces, la ciudadanía ignora los peligros que la acechan, queda afónica, incapaz de anticipar su futuro, deja de defenderse y se marchita.
La democracia y el totalitarismo dependen del flujo de información, aunque en modos opuestos. En la primera, circula en direcciones horizontales múltiples, con errores, aciertos y diversidad. En el segundo, fluye verticalmente, emana y baja filtrada desde la cúpula y circula por pocas vías estrictamente controladas, como ha sucedido desde los imperios antiguos hasta las autocracias del siglo XXI, sin distingos ideológicos.
Las autocracias comparten rasgos esenciales: para consolidar su autoridad dirigen el flujo de información desde y hacia el centro de decisiones; quien domina la información, controla el alcance de la verdad. Bajo tal contexto, la reciente subasta de frecuencias de radio y televisión, en Costa Rica, confirmó esa intención; se pretendió corregir un problema histórico creando otro mayor, sin distinguir entre los tipos de medios e imponiendo costos excesivos discriminatorios, filtros que excluían voces y límites a la pluralidad.
El control informativo le permite al autócrata crear relatos que justifican sus decisiones y movilizan seguidores mediante recursos emotivos, símbolos, seudociencia, amenazas, burlas, cacerías de brujas, falacias, sesgos, tecnicismos, groserías y envolturas religiosas. El objetivo siempre es el mismo: neutralizar la conciencia crítica y fortalecer la indiferencia y servilismo del rebaño. Por eso, las primeras víctimas suelen ser las autoridades judiciales y electorales, a quienes acusa de defender privilegios y obstaculizar al “pueblo”; luego la prensa independiente, seguida de la intoxicación en las redes sociales, para quebrar la conciencia crítica, fabricar obediencia, concentrar el poder y distanciarse del ideal democrático.
Un régimen basado en el miedo termina encerrado en su propio laberinto. Para neutralizar las conspiraciones, el autócrata invierte recursos enormes en guardias pretorianas, policías secretas, vigilancia, espionaje, persecución y sobre todo, en controlar el flujo de la información; gobierna obsesionado con la posibilidad de traiciones que tarde o temprano llegarán, pues la historia es contundente: la lealtad hacia él no perdura. Césares, zares, shahs, califas, emperadores, papas, caudillos y presidentes perpetuos cayeron traicionados por sus propios generales, guardaespaldas, ministros o familiares; pero también pueden ser desplazados, a tiempo y democráticamente, por un pueblo firme y pensante.
Dado que la historia muestra que, a veces, los pueblos perciben el deterioro democrático demasiado tarde, cabe preguntarse si en Costa Rica todavía hay margen para anticipar, detener y evitar, inteligentemente, esa deriva amenazante. La respuesta vendrá si se aprovecha la oportunidad que se presentará en apenas mes y medio, allí, a la vuelta de la esquina.
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