Disculpen lectores. Sé que el título suena provocador, pero después de escuchar la comparecencia de la viceministra de Salud, Mariela Marín Mena, ante la Comisión de Derechos Humanos, sentí la necesidad de contar mi historia, bueno, la nuestra: la mía y la de mi pareja.
Como bien señalaron algunos diputados, en este tema muchas veces se usan más las anécdotas y las convicciones personales que el razonamiento técnico para crear reglamentos. Pues bien, si de anécdotas se trata, aquí les comparto la nuestra, con todos sus detalles. Claro ejemplo de que no son solo las “mujeres que no se cuidan”, y sí, lo digo con evidente sarcasmo, quienes necesitan un aborto terapéutico.
Mi pareja es alemana y yo soy costarricense y vivimos en Múnich, Alemania. En este país, el aborto es ilegal. Sin embargo, se consiente, hasta la semana 12 de gestación si hay recomendación médica y la salud física o psíquica de la madre está en peligro. No soy abogado, pero desde mi comprensión, diría que, desde un marco legal, la situación es bastante parecida a la de Costa Rica.
A inicios de año decidimos intentar tener hijos y en mayo, sucedió. No obstante, fue unas semanas después, que una simple prueba de embarazo confirmó lo que mi pareja ya intuía. Tras la alegría y el susto inicial, empezamos a prepararnos para todo, excepto para una pérdida.
La primera cita con la ginecóloga la tuvimos en la semana 6. Fue ahí cuando vi por primera vez a una pequeña silueta a quien apodamos el pequeño arándano, dado que la App donde seguíamos el embarazo decía que ese era su tamaño. Sabíamos que el primer trimestre era crítico, pero estábamos convencidos de que todo saldría bien.
Luego llegó la cita de la semana 10. Empezó con un análisis de sangre, y un cierto nerviosismo porque se iba a hacer la prueba NIPT. Luego de una breve conversación amena con la ginecóloga, ella empezó con el ultrasonido, y su habitual sonrisa se borró en un segundo. Con un tono serio, nos dijo que algo no andaba bien, y no quiso adelantar diagnóstico hasta que nos evaluara una especialista en embarazos de alto riesgo.
Mientras mi pareja reaccionaba en tiempo real a lo que estaba sucediendo, yo, reaccionaba en diferido. Mi cerebro estaba intentando traducir a la mayor velocidad lo que estaba pasando del alemán al español. Yo hacía preguntas a las que no entendía las respuestas y fue hasta horas después, entre mensajes a un amigo médico y consultas desesperadas con ChatGPT, que logré comprender precariamente: el ultrasonido mostraba dos hydrops fetalis, uno en el cuello y otro en el pecho. Entendí que era anormal, pero me aferré a la esperanza. En mi lógica, si yo apoyaba a mi pareja, y ella sentía esperanza, la conexión entre madre y feto le iba a este último permitir luchar, y los hydrops iban, cual cuento de hadas, a desaparecer. Los días hasta la cita con la especialista se sintieron eternos. Pero fuimos a la cita con esperanza.
Apenas entramos a la sala de ultrasonido, mi pareja se acostó en la camilla y comenzó a llorar. Yo le tomé la mano y me quedé a su lado, mirando la pared donde se proyectaba, cual cine, la imagen del ultrasonido. No solo seguían ahí, los dos hydrops habían crecido. La cita duró unos 45 minutos, pero a mí me parecieron cien años. La especialista fue minuciosa, técnica, pero fría. Con voz neutra, le dicto a sus asistentes todas las razones por las que nuestro pequeño arándano era “incompatible con la vida”. Luego, nos sentó y nos recomendó una “interrupción terapéutica”. Nunca usó la palabra aborto.
Salimos de ahí destrozados. La especialista había sido fría, directa y sin una pizca de empatía.
Llamamos a la amigable ginecóloga, quien un par de horas después nos tradujo el diagnóstico a un alemán más humano. Nos explicó que probablemente se trataba de una anormalidad cromosómica, síndrome de Turner, algo que después se confirmó mediante un estudio genético. Nos habló de malformaciones cardíacas severas que impedían la circulación.
Pero, aun así, el pequeño arándano seguía vivo. Su corazón seguía latiendo.
En ese punto, la negación nos envolvió por completo. Queríamos creer que la especialista se había equivocado, que otro ultrasonido, otro médico, otra opinión, podrían darnos una respuesta distinta. La amigable ginecóloga, nos remitió al hospital especializado de la ciudad, pero nos indicó, como exige la ley, que debíamos asistir antes a una cita de asesoramiento emocional. La asesora, nos habló del duelo, del funeral, del bautizo simbólico, de la importancia de ver al bebé después de la interrupción. Cada dos frases incluían la palabra duelo. Nunca trato de disuadirnos de la decisión, pero hizo énfasis en que debíamos sentirnos tristes, desgarrados, rotos. Como si no lo estuviéramos ya. Ambos seguíamos trabajando a tiempo completo, intentando disimular ante colegas y amigos que estábamos viviendo las semanas más duras de nuestras vidas. Mi pareja, además, cargaba valientemente con todos los síntomas del primer trimestre de embarazo, lo cuales eran un recordatorio cruel de la situación que estábamos viviendo.
En el hospital especializado, el especialista, empezó con otro ultrasonido, confirmando lo que ya sabíamos, y con un tono clínico explicó que lo más recomendable era proceder con la interrupción. Combinando los resultados de los ultrasonidos y del estudio cromosómico, nos explicó que el pequeño arándano no se había desarrollado correctamente genéticamente, una condición totalmente incompatible con la vida. Entonces lanzó la pregunta, cortante y definitiva: ¿Procedemos o no con la interrupción? Mi pareja me miró enmudecida. Yo, intentando mantenerme entero, le pregunté al médico, ingenuamente: ¿No hay alguna posibilidad de que sobreviva? En mi opinión solo existen dos opciones contestó: que muera antes del parto o inmediatamente después. Lo único que lo mantiene con vida es el cuerpo saludable de la madre, pero, no lo puedo asegurar al 100%. Yo miré a mi pareja y le dije que mejor terminar con el sufrimiento de los tres, a lo cual ella asintió, tomo las formas legales necesarias y sin decir palabra, las lleno diligente y decididamente. Al final, solamente ella tenía la última palabra. El doctor nos dio fecha para la interrupción hacia el final de la semana y me ofreció estar a mi estar con ella durante todo el proceso, lo cual yo daba por un hecho.
Al final de la misma semana, nos registramos en el hospital y nos asignaron una habitación. A mi pareja le dieron la primera medicación para iniciar el proceso. Debido al tiempo de gestación en el que estábamos y porque queríamos intentar tener otro hijo en el futuro, la recomendación médica fue inducir el parto en lugar de interrumpirlo ambulatoriamente. Perdón si no uso los términos médicos correctos, yo solo puedo contarlo como lo viví. En esencia se trataba de un proceso de unas 48 horas: primero un medicamento para detener la vida del pequeño arándano, y luego otro para inducir el parto. Tanto nosotros como el personal médico nos encontramos en las siguientes horas describiendo al pequeño arándano entre feto y bebe. Los sentimientos eluden esa pregunta filosófica sobre si la vida empieza en la concepción o en el alumbramiento. Un último ultrasonido, la última esperanza, confirmó por enésima vez la incompatibilidad con la vida. Esa primera noche transcurrió entre explicaciones técnicas, caminatas por los alrededores del hospital, conversaciones superficiales, y, finalmente, algo de sueño. A las siete de la mañana, la enfermera nos despertó para iniciar con los medicamentos para inducir el parto y luego esperar, el tiempo transcurrió entre caminatas y conversaciones sobre cualquier tema que nos distrajera: las playas de Costa Rica, los viajes y hasta el helicóptero del hospital, tratábamos de sostenernos.
Luego de seis horas, mi pareja comenzó a sentir contracciones y entonces, inmediatamente, todo ocurrió. Un sonido seco, algo cayendo en el fondo de un recipiente metálico de una silla de baño. Ella rompió en llanto. Yo la abracé con fuerza y salí corriendo a llamar a las enfermeras. Dos jóvenes enfermeras entraron enseguida. Profesional y diligentemente cubrieron la escena con un pequeño paño, cortaron el cordón umbilical y limpiaron a mi pareja mientras yo la abrazaba, tratando de anteponerme entre ella y la escena. Ellas se llevaron al pequeño arándano. Yo solo le repetía una frase en voz baja: Es ist vorbei, es ist vorbei, es ist vorbei (Ya terminó. Ya terminó.)
Nos quedamos acostados en silencio, uno junto al otro, en la pequeña cama de hospital durante casi dos horas. Luego se la llevaron para la última parte, una limpieza uterina. Debido a que era en sala de cirugía no me permitieron acompañarla. Ella valientemente me dijo un: ¡ya vuelvo! Yo tomé valor, y le pregunté a la enfermera si podía ver al pequeño arándano. Cuando anteriormente me habían descrito la posibilidad, yo me había negado rotundamente, la idea me parecía tétrica y perversa, pero en ese momento se sintió lo correcto. Mucho más grande que un arándano y con todas sus extremidades formadas, yo empecé a hablar con el cuerpo inmóvil que lo habían puesto en una pequeña canasta de crochet azul. Le agradecí por la dicha que había traído y por haberme hecho sentir brevemente como un padre. Mi pareja volvió de la cirugía que fue exitosa y, mientras yo fui a comprarnos algo de comer que no fuera comida de hospital y unos chocolates para el personal médico, ella también tuvo su conversación privada con el pequeño arándano. Pasamos la noche y temprano en la mañana siguiente nos dieron la salida. Todavía seguimos en duelo, los recuerdos a veces me despiertan en la noche o aparecen en los momentos más extraños cuando estoy corriendo, manejando, en la bicicleta o leyendo un libro.
¿Y por qué comparto todo esto? Porque uno de cada cuatro embarazos termina de manera insatisfactoria. Y muchos de esos casos requieren algún tipo de interrupción o aborto terapéutico. Pensar que, en Costa Rica, con el reglamento anterior o con el nuevo, mi pareja y yo habríamos tenido que llevar este embarazo, biológicamente inviable, a término, me provoca una mezcla de incredulidad, tristeza y un profundo enojo. No logro comprender el deseo de obligar a una mujer, y a su pareja, a sostener una situación tan difícil durante nueve meses, para sostener una postura pseudomoralista.
No busco convencer a nadie, solo invitar a reflexionar: ¿Está usted realmente de acuerdo con impedir el aborto terapéutico? ¿No sería más justo dejar que esa decisión la tomen la madre, el padre y su personal médico de confianza, en lugar de usar leyes y reglamentos sin empatía, sin contexto y sin compasión? Y una última pregunta, quizá la más irrelevante pero la más actual: en medio de las circunstancias sospechosas y políticas en que se han dado los recientes cambios de reglamente, ¿estamos dispuestos a aceptar que los dirigentes políticos jueguen con algo tan serio, tan humano, por lo que parece ser cálculos electorales?
Usted me dirá.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.




