El presidente Rodrigo Chaves anunció el pasado 15 de octubre la modificación de la norma técnica sobre el aborto terapéutico, aquella que desde 2019 permitía al personal médico actuar cuando la vida o la salud de una mujer corrían peligro. El nuevo decreto, según Casa Presidencial, “cierra portillos” y reafirma el “compromiso con la vida”. Sin embargo, limitar el acceso al aborto seguro no salva vidas, las pone en riesgo.

Hay que partir de algo esencial. El aborto, en los casos que regula la norma técnica, no es un acto de voluntad, sino de necesidad. Nadie “quiere” pasar por un procedimiento físico y emocionalmente duro. Las mujeres que recurren a un aborto terapéutico lo hacen porque lo requieren: porque un embarazo puede costarles la vida, comprometer su salud física o mental, o derivar en un sufrimiento inevitable ante malformaciones incompatibles con la vida. Esa diferencia entre querer y requerir parece haberse borrado del discurso político.

El artículo 121 del Código Penal costarricense permite la interrupción del embarazo cuando existe peligro para la vida o la salud de la mujer. La norma técnica de 2019 era la herramienta que explicaba cómo proceder en esos casos. Sin ella, el personal médico queda en la incertidumbre. En un país donde los procesos judiciales son lentos y las sanciones severas, el miedo a ser denunciado puede llevar a la omisión médica. En la práctica, esto significa que una mujer cuya vida está en riesgo puede no recibir la atención necesaria, solo porque el sistema político decidió “cerrar portillos

La evidencia internacional es clara. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), casi la mitad de los abortos que se realizan en el mundo son inseguros. En regiones donde el acceso legal está restringido, los abortos no desaparecen, simplemente se trasladan a la clandestinidad, aumentando las complicaciones y muertes maternas. Se estima que entre 22.000 y 39.000 mujeres mueren cada año por abortos inseguros a nivel global.

En cambio, los países que han legalizado o regulado el aborto de manera responsable han visto caídas drásticas en la mortalidad materna. En Sudáfrica, por ejemplo, las muertes relacionadas con abortos disminuyeron más de un 90% después de la reforma de 1996 que permitió el acceso seguro. Los datos demuestran que la penalización no tiene relación con una menor cantidad de abortos, sino con un aumento de la precariedad, el estigma y el peligro.

Uno de los argumentos más comunes del sector provida sostiene que la legalización permite abortar en cualquier momento, pero eso es falso. Las legislaciones modernas fijan límites claros, generalmente entre 12 y 14 semanas, y excepciones específicas por razones médicas o de violación. Estos plazos se fundamentan en criterios científicos sobre desarrollo fetal y seguridad médica. Legalizar el aborto no es liberalizarlo sin control, sino regularlo responsablemente para proteger la vida y la salud de las mujeres.

El debate sobre el aborto suele ignorar el papel del hombre, como si la concepción fuera responsabilidad exclusiva de las mujeres. Aunque los métodos anticonceptivos masculinos, como el condón o la vasectomía, son más accesibles y económicos, las tasas de uso siguen siendo bajas. Esto refleja una cultura que deposita casi toda la carga de la prevención en las mujeres, perpetuando una desigualdad en la corresponsabilidad sexual y reproductiva.

Además, según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), más de 200 millones de mujeres en el mundo carecen de acceso a métodos anticonceptivos modernos. Esto evidencia que el problema no es individual, sino estructural: un Estado que no garantiza educación sexual ni acceso a anticonceptivos es el mismo que, paradójicamente, exige a las mujeres continuar embarazos que nunca quiso prevenir.

La regulación del aborto debe ir de la mano con una ruta nacional de educación sexual integral. Una educación que enseñe desde la ciencia, no desde el miedo, y que permita a niños, niñas y adolescentes conocer sus cuerpos, sus derechos y sus responsabilidades.

No podemos delegar esta tarea únicamente en las familias, porque los padres no siempre son médicos, psicólogos ni especialistas en salud sexual. La educación sexual integral no promueve la promiscuidad: promueve la prevención, la salud y la libertad responsable.

La decisión del presidente Chaves no representa un compromiso con la vida, sino un retroceso en derechos y salud pública. Un Estado verdaderamente comprometido con la vida no castiga ni silencia, sino que protege, educa y acompaña. Defender la vida implica garantizar que ninguna mujer muera por falta de atención, por miedo o por negligencia institucional. Si el Gobierno realmente desea reducir los abortos, debe hacerlo desde la educación sexual integral, el acceso universal a anticonceptivos y el respeto a la autonomía femenina. Porque proteger la vida también significa proteger la libertad y la dignidad de quienes la sostienen.

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