En la selva se ha armado una gran discusión. Una manada de ciudadanos exige conseguir alimentos para cuidar a quienes yacen postrados, esperando su último suspiro.

Frente al árbol del jaguar mayor han instalado su campamento. Él, con la arrogancia de quien se sabe en la cima de la cadena alimenticia, los atendió la primera vez. Pero, con su hábil discurso, aseguró que no era necesario hacer nada más de su parte: que la responsabilidad era de la vigilante, aquella que observa los movimientos de todos en la selva. Según él, sería ella quien decidiría si se giraban los alimentos, sin requerir la autorización del Consejo de la Selva.

Sin embargo, desde el Consejo —formado por las diversas especies que habitan el bosque—, un gato de pelaje negro y amarillo habló con firmeza:

Para que quienes protestan obtengan los alimentos, es necesario cambiar nuestras leyes. Solo nosotros, el Consejo, podemos hacerlo. Pero el jaguar mayor debe solicitarlo; sin su petición, todo esfuerzo será en vano.”

Aun así, el jaguar mayor insiste en no mover un solo músculo. Afirma que todo está arreglado, ignorando que la vigilante respaldó lo dicho por el gato, e incluso que sus propios seguidores podrían verse afectados.

Pero esa es su naturaleza. El jaguar es solitario, no comparte su reinado. Caza en silencio, ataca por emboscada y actúa por puro oportunismo, sin mirar a quién hiere. Solo busca complacerse a sí mismo, alimentar su ego y enaltecer su soberbia, aunque el costo sea el sufrimiento de aquellos a quienes prometió proteger.

En la selva, el rugido del jaguar retumba fuerte, pero cada vez convence a menos criaturas.

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