Año 2214. Lugar, aeropuerto de Nueva York. Una chica pelirroja se acerca al counter, mirada de ensueño, sonrisa adorable. Levanta su identificación a la altura de los ojos, con emoción más propia de una enamorada que de alguien que enfrenta un viaje internacional, la mirada fija e inocencia angelical, declara:

Leeloo Dallas, multipass".

No ha parpadeado ni un segundo, su sonrisa se mantiene congelada en un gesto que aúna conmiseración con felicidad en estado puro. A pesar de que la afirmación proferida ha sido bastante clara, no escatima esfuerzo en reiterar, con igual pasión que la primera vez— sin parpadear ni dejar de sonreír—, alzando un poco la voz, marcando cada una de las sílabas para mayor énfasis:

Muuul-tiiii-paaaass".

Así se vivió en El quinto elemento (The Fifth Element) de Luc Besson, 1997. Obra maestra de la cinematografía de ciencia ficción, con una estética inspirada en los cómics de Jean Giraud “Moebius” y un vestuario de lujo (diseñado por Jean-Paul Gaultier, no era para menos). Chris Tucker, magistral como Ruby Rhod, Milla Jovovich como Leeloo y Bruce Willis como Korben Dallas entre otros grandes del cine.

En esta obra de Besson, el universo está a punto de ser tomado por las fuerzas de la oscuridad con la ayuda de Jean-Baptiste Emanuel Zorg (Gary Oldman inigualable e inolvidable, es decir, Gary Oldman en su día a día) y solo Leeloo puede detener ese inminente apocalipsis.

Pero detrás de esa escena ligera e infantil donde Leeloo proclama su multipass, hay un recordatorio poderoso: movernos libremente —sea entre galaxias o simplemente en nuestro país— es una de las expresiones primarias de la dignidad humana.

Y, sin embargo, parece que ese principio elemental está entrando en una zona de turbulencia.

Porque tenemos, por ejemplo, a un grupo de agricultores marchando pacíficamente, viajando kilómetros con los mismos vehículos y herramientas que usan para producir los alimentos del país, encontrándose con una barricada policial que decide dónde sí puede estar esa maquinaria y dónde no.

Tractores, chapulines y pickups que no representan el lujo, sino el trabajo, detenidos a la fuerza justo a solo un paso de poder llegar a su cometido (les tocó vivir la frustración del “tanto nadar para ahogarse en la orilla”). Vamos, que la maquinaria era parte importante del símbolo en la marcha, así como el casado con 60% menos de arroz era un símbolo importante para los arroceros.

Pero bueno, supongamos que detener a los vehículos tiene una justificación y se puede aceptar— supongamos—. Sin embargo, esto es hoy, porque para mañana ya estamos anunciados: se plantea con total naturalidad la opción de suspender garantías constitucionales. Ahora, tranquilidad, que no es arbitrario, solamente es cuando “las cosas se ponen muy feas”... lo cual suena bastante arbitrario, ¿no?

En esa combinación: manifestantes bloqueados, agricultores desestimados como “lujosos”, propuestas de suspensión de garantías, retórica agresiva contra sectores críticos, se va construyendo un clima donde la libertad de tránsito deja de ser un derecho universal y empieza a parecer más un privilegio: otorgado a algunos, restringido a otros… y revocable cuando conviene.

Y esto solo es un pequeño recordatorio de cómo la realidad se presenta más increíble que la ficción: la imagen de Leeloo levantando su identificación con una sonrisa inocente deja de ser una simple referencia cinematográfica para convertirse en un contraste doloroso: un futuro ficticio resulta más libre que el presente que habitamos.

Ojalá todo fuera tan fácil como mostrar la identificación con una sonrisa y decir, sin miedo ni necesidad de solicitar permisos antojadizos:

Leeloo Dallas, multipass".

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