La convocatoria a la denominada “Marcha por la Democracia” del 11 de noviembre, bajo el lema Sí a la democracia, no a la dictadura”, exhibe con claridad confusión ideológica. Lo que se anuncia como una defensa de la “democracia” costarricense encubre un alineamiento con los mismos intereses económicos y políticos que han vaciado de contenido a la “democracia” costarricense durante las últimas décadas.

Basta observar los logos de quienes convocan a la movilización para advertir una preocupante subordinación del discurso emancipador al guión de las elites. Es la vieja astucia de la oligarquía: convertir sus propios intereses en causa nacional, travestir su defensa del orden establecido en cruzada moral, esta vez contra la “dictadura”. Se trata aquí de una coreografía cuidadosamente planificada para que los sectores históricamente beneficiados de la desigualdad recuperen legitimidad bajo el disfraz de indignación cívica.

Resulta inquietante que sectores universitarios y sindicales se sumen a una narrativa fabricada, en época pre-electoral, por los mismos medios de comunicación que históricamente han evadido su responsabilidad tributaria con el país que les ha permitido lucrar de manera desmedida, así como con los partidos tradicionales vinculados con los casos más cínicos de corrupción a nivel nacional. En su pretendida neutralidad democrática, esta marcha encierra el control del sentido. ¿Marchar “por la democracia”? ¿Qué “democracia”? ¿La “democracia” de quién?

Lo paradójico es que muchos de los convocantes han sido, históricamente, los primeros en sufrir las consecuencias del remozado modelo oligárquico que hoy pretenden “salvar”. Marchar al ritmo de los viejos apellidos de siempre, de los partidos de siempre, de los magistrados que han asegurado la impunidad de los poderosos es muestra de la crisis estructural que atraviesa la institución educativa en nuestros días.

No se trata de negar la necesidad de la movilización social cuando urge recuperar su sentido histórico. Sin embargo, es medular diferenciar e impedir que la protesta social se convierta en eco de quienes dominan la escena política y económica del país al ritmo de la evasión fiscal, la corrupción y el ataque sistemático a las mismas instituciones que ahora pretenden defender.

Cuando las consignas se dictan desde los despachos del poder mediático y no desde la conciencia popular, la marcha deja de ser un acto de resistencia para convertirse en un ritual más parecido al desfile.

La tarea de la universidad pública no es marchar bajo los estandartes de quienes las han golpeado, sino reconstruir el horizonte crítico desde dónde pensar América Latina. Nuestra lucha no es por la nostalgia de una democracia liberal que se agotó, sino por la creación de nuevas formas de comunidad política, de autogestión y de justicia social en el que el pueblo toma la palabra que históricamente le ha sido arrebatada por los representantes del poder colonial que se han proyectado en los mismos apellidos hasta el presente.

La “democracia” posible se definirá sabiendo separarse de las consignas de la oligarquía y de los sectores de poder que les protegen.

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