Durante años, la comunidad internacional ha celebrado los avances logrados gracias al Convenio Marco para el Control del Tabaco (CMCT) de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Países enteros redujeron su exposición al humo, aumentaron impuestos, regularon la publicidad y ampliaron los espacios libres de tabaco. Y, sin embargo, justo cuando parecía que se consolidaba un terreno ganado con décadas de esfuerzo, la industria tabacalera regresó con un disfraz nuevo, pero con la misma intención de siempre.
Hoy, ese disfraz se llama “reducción de daños”. La estrategia es tan simple como calculada: usar un lenguaje propio de la salud pública —proteger, disminuir riesgos, modernizar— para reposicionar productos como los cigarrillos electrónicos, el tabaco calentado y las bolsitas de nicotina. No como lo que son: nuevas formas de adicción. Sino como herramientas supuestamente necesarias para un futuro más “saludable”.
En medio de esta presión global, la OMS lanzó un mensaje contundente, casi urgente:
Una verdadera agenda de reducción de daños nunca debe servir como razón para una regulación ligera ni para una agenda de desregulación.”
Es una frase breve, pero en ella se condensa un mundo de advertencias. Una vieja historia con un envoltorio moderno. La industria tabacalera tiene un talento especial para reinventarse. Lo hizo cuando lanzó los cigarrillos “light”, cuando promocionó filtros que “reducían toxinas”, cuando prometió tabaco “más seguro”. Cada una de esas innovaciones, con el tiempo, resultó igual o más dañina que los productos tradicionales.
Hoy, ese mismo guion reaparece, aunque con un público distinto: los gobiernos, las agencias reguladoras y, especialmente, los jóvenes.
El comentario que acompaña la reciente posición de la OMS lo dice sin rodeos: las tabacaleras están intentando “engañar a los Estados Parte del CMCT para integrar su mensaje comercial de reducción de daños en las directrices oficiales.”
Es una maniobra estratégica. Si logran que los Estados acepten su narrativa, habrán conseguido algo invaluable: legitimidad.
Y la realidad es clara. Por ejemplo, los cigarrillos electrónicos, tal como se usan hoy en las calles, escuelas, fiestas y redes sociales: no reemplazan al tabaco tradicional, sólo se suman a él. Aumentan la frecuencia de consumo. Prolongan la adicción. Introducen niveles de nicotina más altos que muchos cigarrillos convencionales. Normalizan su uso en espacios donde antes no se fumaba. Y, sobre todo: enganchan a quienes jamás hubieran fumado un cigarrillo. Y la conclusión sobre la niñez y adolescencia es así de dura, los nuevos productos de nicotina y tabaco los convierte en adictos antes de que puedan comprender lo que eso significa.
Mientras adultos y autoridades debaten sobre regulación, otro fenómeno silencioso avanza a toda velocidad, en muchos países, incluido Costa Rica, los sabores dulces, los colores llamativos y la publicidad en redes sociales han creado una cultura juvenil alrededor del vapeo. Una cultura que la industria ha moldeado con precisión quirúrgica. El resultado es una tormenta perfecta, una generación que comienza a consumir nicotina a los 13, 14 o 15 años. Una adicción más rápida debido a concentraciones altas y recursos químicos. Dispositivos desechables fáciles de esconder en uniformes, bolsos o baños de colegio. Una escalada hacia el cigarrillo tradicional en quienes jamás habrían fumado. No hay forma de presentar esto como “reducción de daños”. Es, en realidad, expansión de daños.
El CMCT fue diseñado para proteger a los Estados de la interferencia de la industria tabacalera. Su artículo 5.3 es explícito: las políticas deben estar libres de intereses comerciales.
Pero el intento actual de incluir los cigarrillos electrónicos y productos similares como parte de una estrategia de reducción de daños amenaza con romper ese blindaje. Si estos productos entran en la legislación costarricense bajo ese argumento, la industria podría impulsar menos restricciones publicitarias, más permisos para sabores, impuestos más bajos, mayor presencia en espacios digitales, y un mercado juvenil aún más dinámico.
En otras palabras, la puerta que tanto costó cerrar podría volver a abrirse, y esta vez con un sello de aprobación difícil de quitar.
En nuestra región, este debate no es abstracto. En Costa Rica, por ejemplo, vemos a diario cómo los vapeadores llegan a colegios, cómo circulan libremente por redes sociales y cómo ingresan dispositivos de alta nicotina sin control. El mercado avanza más rápido que las leyes. Y si algo hemos aprendido en temas de salud pública, es que corregir tarde es infinitamente más costoso que prevenir a tiempo.
La posición de la OMS, entonces, no es solo una recomendación: es una alerta para países que aún tienen margen para actuar antes de verse envueltos en una epidemia mayor de adicción juvenil.
La reducción de daños es un principio valioso de la salud pública. Pero la reducción de daños que propone la industria del tabaco y la nicotina no es salud pública: es marketing. La OMS ha sido clara. La evidencia también.
Y ahora la responsabilidad recae en los Estados, los reguladores, las universidades y la sociedad civil para no caer en esta trampa, aunque parezca envuelta en un discurso moderno y persuasivo. No se trata de modernizar el control del tabaco. No se trata de adoptar nuevas tecnologías. Mucho menos de legitimar nuevas formas de adicción.
Se trata de algo más simple y más profundo: proteger a las personas —especialmente a las más jóvenes— de un riesgo que la industria conoce, pero jamás admitirá.
La salud pública no puede retroceder. No ahora. No frente a un enemigo que ya conocemos demasiado bien.
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