Todos hemos visto esas publicidades en redes sociales que prometen curas milagrosas: megadosis de vitamina C intravenosa, terapias con ozono o cámara hiperbárica, infusiones de células madre y, más recientemente, tratamientos de hemoperfusión para una supuesta “desintoxicación” del cuerpo. Quienes las promueven —“coaches” de salud, asesores de bienestar o incluso profesionales sanitarios— las ofrecen como alternativas “naturales” o “revolucionarias”, aunque carezcan de evidencia científica robusta. Algunos, incluso, dejan de lado su ética profesional con tal de vender.

Muchos médicos observamos este fenómeno con preocupación y lo atribuimos a la desinformación o al poder de las redes sociales. Pero conviene mirar hacia adentro: en buena parte, somos nosotros mismos quienes hemos contribuido a abrir ese espacio.

Durante décadas, la medicina se practicó desde un modelo paternalista. El médico diagnosticaba, decidía y prescribía; el paciente obedecía. El conocimiento se guardaba como un patrimonio cerrado, y la participación activa de la persona en su propio cuidado era vista casi como una intromisión. Ese modelo funcionó cuando la autoridad médica era incuestionable, pero hoy vivimos en una sociedad informada, empoderada y con acceso inmediato a múltiples fuentes. Lo vimos con fuerza durante la pandemia de COVID-19 y todas sus ramificaciones. El paradigma cambió, pero muchos profesionales de la salud no lo hicimos.

Cuando un paciente no se siente escuchado ni comprendido, busca a quien sí lo haga. Los coaches y terapeutas alternativos suelen ofrecer justamente eso: tiempo, empatía, una narrativa sencilla y una mirada integral del bienestar. Aunque carezcan de sustento científico, logran conectar. En cambio, nosotros, desde la ciencia, no siempre hemos sabido comunicar.

A los científicos y a los médicos no se nos enseña a ser comunicadores. Aprendemos a leer teoría, analizar datos y escribir artículos, pero no a traducir ese conocimiento en mensajes claros, cercanos y comprensibles. Nuestro lenguaje técnico, lleno de matices y probabilidades, suele sonar distante o confuso. Mientras tanto, los otros dominan el arte de contar historias, usar palabras simples, emocionar… y vender. Su mensaje llega, aunque no siempre sea cierto.

A esto se suma otra diferencia fundamental: la medicina avanza y cambia constantemente. Lo que hoy recomendamos puede modificarse mañana con nueva evidencia. Por eso no podemos ofrecer verdades absolutas. En cambio, los coaches y otros comunicadores del bienestar prometen certezas, remedios infalibles y resultados inmediatos. En un mundo saturado de información e incertidumbre, esas “verdades simples” resultan profundamente atractivas.

El problema no es que las personas busquen sentirse mejor, sino que muchas veces no encuentran respuestas humanas dentro del sistema médico tradicional. Hemos reducido la salud a parámetros biológicos y nos hemos olvidado de lo emocional, lo social y lo cultural. En esa brecha —entre la ciencia y la experiencia del paciente— florece la pseudociencia.

No basta con desmentir o ridiculizar. Debemos transformar la forma en que nos relacionamos con los pacientes: escucharlos, involucrarlos en las decisiones, hablarles con claridad y reconocer sus valores y temores. La confianza no se impone con autoridad; se construye con diálogo.

Si queremos que la población vuelva a confiar en la medicina basada en evidencia, necesitamos recuperar también la medicina basada en humanidad. Debemos comunicar mejor, sin perder rigor, y recordar que acompañar no es controlar, sino guiar con empatía y conocimiento.

Aprendamos, incluso, de quienes hoy logran vender hasta oxígeno: su secreto no está en la ciencia, sino en la conexión. El auge de estos personajes no es solo un síntoma de desinformación; es también un reflejo de nuestras propias carencias como comunicadores y acompañantes del proceso de salud.

Si queremos cambiar esa realidad, el primer paso no está en ellos. Está en nosotros.

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