Como docente, paso gran parte de mis días observando a los estudiantes, escuchando sus silencios, sus conversaciones y, sobre todo, su relación con el tiempo. En los últimos años he notado algo que me preocupa profundamente: los jóvenes ya no saben aburrirse. Viven conectados, saltando de una notificación a otra, de un video a un meme, de una emoción a la siguiente. Su mente no descansa. Parecen necesitar estímulos constantes, como si el silencio fuera una amenaza.

En el aula esto se nota más que en ningún otro lugar. Apenas pasan unos minutos y ya hay miradas perdidas, dedos inquietos buscando el celular, o un impulso casi automático por distraerse con cualquier cosa. Lo veo todos los días: la concentración se ha vuelto un bien escaso. Las redes sociales han acostumbrado a nuestros estudiantes a recibir recompensas inmediatas, pequeñas dosis de dopamina que los mantienen en movimiento, pero no necesariamente aprendiendo.

Y, sin embargo, los docentes tratamos de adaptarnos. Intentamos ser creativos, diseñar clases dinámicas, incorporar tecnología, juegos, videos, experiencias sensoriales… pero, pese a todo ese esfuerzo, los resultados a veces no se dan. La atención sigue dispersa, el interés se diluye, y uno no puede evitar preguntarse: ¿Será acaso que la educación debe transformarse en un espectáculo para poder competir con las pantallas? Sí, la educación debe cambiar, pero también debemos preguntarnos con honestidad: ¿este es realmente el camino? ¿Queremos formar estudiantes que solo respondan al estímulo más brillante o ruidoso, o personas capaces de sostener la mirada, de escuchar, de pensar en silencio?

Yo creo que aburrirse es una forma de libertad. Cuando el estudiante se permite no hacer nada, cuando deja el celular a un lado y se queda mirando al vacío, ahí puede surgir algo genuino: una idea, una pregunta, una chispa creativa. El aburrimiento no es enemigo de la educación, sino su aliado silencioso. Nos da el espacio para escucharnos, para conectar con lo que sentimos y para descubrir lo que realmente nos interesa.

Las redes sociales, claro, no son malas por sí mismas. Pero cuando ocupan todos los espacios del día, les roban a los jóvenes su capacidad de asombro, de paciencia y de atención sostenida. Y sin esas tres cosas, aprender se vuelve una tarea mecánica y vacía. Por eso creo que los educadores debemos defender, casi como un acto pedagógico, el derecho a aburrirse.

Quizá deberíamos enseñar que desconectarse no es aislarse, sino reconectar con uno mismo. Que no todo momento tiene que ser productivo o compartido. Que mirar por la ventana, escribir sin presión o simplemente respirar sin una pantalla enfrente puede ser más educativo que mil videos cortos.

Porque, al final, si queremos estudiantes capaces de pensar, primero debemos permitirles estar en silencio. En una época que nos exige estar siempre conectados, tal vez atreverse a aburrirse sea la lección más revolucionaria que podamos enseñar.

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