El sesgo antiagro de este Gobierno ha ensanchado las brechas y la desigualdad y, en consecuencia, ha colaborado a minar las bases de nuestro sistema democrático; proyecto político al cual la candidata oficialista quiere dar clara continuidad, sin sonrojarse.
El campesinado forma parte fundamental de nuestra historia. Lastimosamente, hoy estas personas se encuentran en riesgo y, por ende, nuestra democracia —atacada por todos los flancos— también.
Los datos hablan por sí solos. Se estima que actualmente el sector agrícola representa solo un 3,3% del PIB, cuando hace algunos años rondaba el 13%, según cifras del Banco Central de Costa Rica.
Es una caída que no solo refleja un retroceso económico, sino también un abandono sistemático y premeditado que, más allá de lo estadístico, tiene un rostro humano que el actual Gobierno —y su heredera— pretenden ignorar sin remordimiento alguno.
Perder nuestro arraigo a la agricultura es atentar contra lo más profundo del Estado social de derecho y uno de sus más importantes activos: la seguridad alimentaria de Costa Rica.
Es urgente que “volvamos a la tierra”. Porque, más allá de haber sido el nombre de un programa estrella de Liberación Nacional, es una filosofía orientada a regresar al campo, dignificar el trabajo, la actividad agrícola y la vida rural, y enaltecer el arraigo a nuestras raíces, de la mano de la modernización, la reconversión productiva y tecnológica, con miras a lograr un modelo de desarrollo equilibrado e incluyente. Propuesta que don Álvaro Ramos trajo y adaptó a los tiempos actuales para tenderles merecida alfombra roja a las y los agricultores en su Gobierno.
Hoy más que nunca es necesario un cambio profundo en nuestro modelo económico, uno que vuelva a poner lo nuestro y lo propio en el centro. Un modelo que revalorice la ruralidad y la vida campesina, que oriente al país hacia un desarrollo verdaderamente sostenible y que sea capaz de enfrentar la emergencia climática, fundamentándose tanto en el conocimiento científico como en las prácticas ancestrales y cotidianas de quienes han labrado la tierra por generaciones.
No obstante, ese cambio no será posible mientras la política de Estado frente a la crisis del sector agropecuario siga marcada por la negligencia, el abandono y una destructiva política de importaciones de la actual Administración, que ha generado la peor crisis del agro, según relatan muchas de las familias que sufren sus consecuencias día a día, y como las cifras lo confirman.
Y es que el acompañamiento político e institucional ha sido escaso, por no decir nulo, agravando problemáticas como la falta de financiamiento, la infraestructura deficiente y la existencia de políticas que favorecen a ciertos grupos de poder privilegiados, en detrimento de la producción costarricense.
Hoy es urgente volver a mirar y atender el agro, y construir un nuevo pacto con nuestros productores y productoras, fundamentado en la seguridad alimentaria que, por cierto, durante la pandemia resultó ser también un asunto de seguridad nacional; periodo en el cual el sector agropecuario dio la talla a cabalidad para surtirnos de alimentos en aquellos difíciles momentos.
Es necesaria la tecnificación y la capacitación accesibles para pequeños y medianos productores; promover la infraestructura rural como prioritaria y sentar las bases de un Estado que vea a la persona agricultora como un socio más, con voz y voto en los procesos de toma de decisiones y de representación, en lugar de convertir los territorios rurales en expulsores de sus habitantes hacia la marginalidad de las ciudades.
Es momento de defender lo nuestro, al agro y a la democracia costarricense, frente a la mofa y el abandono que hoy tienen a este indispensable sector al borde de su extinción. Basta ya de ataques que solo lastiman a quienes producen y que evidencian la falta de voluntad política para enfrentar esta crisis que el propio Gobierno ha exacerbado con total alevosía.
Nuestro compromiso es firme y contundente: apoyar al agro. Y esto va más allá de discursos y palabras vacías; requiere acciones coherentes para quienes cultivan alimentos, futuro y esperanza.
Por último, las y los agricultores que han salido a las calles en diferentes momentos nos recuerdan, con su valioso ejemplo, que, como cualquier cultivo, nuestra democracia requiere, además de arado, semilla y siembra, un amoroso y dedicado cuido permanente frente a cualquier plaga que pretenda acabar con su preciada cosecha: una sociedad cada vez más justa y solidaria para todas y todos.
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