Más personas adultas mayores implican más dependencia y mayor demanda de cuidados.
Costa Rica envejece a un ritmo acelerado. Mientras que a Francia le tomó unos 115 años y a Estados Unidos 69 años pasar de un 7% a un 14% de población adulta mayor, en nuestro país esa transición ocurrirá en apenas 19 años (BID, 2019). Según datos del INEC (2024), en 2024 alrededor de 11 de cada 100 personas tenían 65 años o más. Para el 2050, esa proporción será de 25 de cada 100, es decir, uno de cada cuatro habitantes. Aunado a lo anterior, la población tiene una alta esperanza de vida, proyectando los 84,27 años en 2050. Estas cifras evidencian que la población adulta mayor no solo crecerá en número, sino que requerirá apoyos especializados y sostenidos por más tiempo para garantizar una vida digna y autónoma.
La pregunta obligatoria que debemos hacernos es cómo nos preparamos para los retos que implica este contexto. Hoy, con un sistema de cuidados incipiente, la carga recae en las familias, principalmente en mujeres, ya que aproximadamente 7 de cada 10 personas cuidadoras lo son y de ellas, 9 de cada 10 cuidan sin recibir remuneración económica (BID, 2020), lo cual tiene consecuencias directas en su autonomía. Esto genera una “doble desigualdad”: inequidad de género y precarización de los hogares que deben asumir en solitario una tarea que debería ser parte de una estrategia de protección social.
En Costa Rica, la política social se diseñó históricamente para acompañar procesos de pobreza, salud y educación, pero no para enfrentar una transición demográfica tan acelerada. El resultado es que los cuidados de larga duración —apoyar a una persona adulta mayor, con discapacidad o en situación de dependencia — se gestionan de forma fragmentada, con coberturas bajas y sin estándares claros de calidad (IMAS, 2021).
En este punto es necesario hacer un paréntesis y precisar el concepto de dependencia. Esta es una condición progresiva o permanente, que se da cuando hay un deterioro de facultades físicas, mentales, sensoriales, psíquicas o intelectuales que, limitan el desarrollo de las actividades básicas (comer, beber, movilizarse, etc) e instrumentales de la vida diaria (manejo de dinero, facturas, administración de medicamentos) y por tanto existe la necesidad de cuidado y apoyo de terceras personas para desarrollar estas actividades. Vale aclarar que si bien las personas adultas mayores y las personas con discapacidad presentan una mayor prevalencia de dependencia, por tanto requieren de servicios de apoyo y cuidos de larga duración, no toda persona adulta mayor ni persona con discapacidad presenta una condición de dependencia.
Entender esta diferencia es clave, porque la vejez incrementa la probabilidad de dependencia y, por ende, de necesitar cuidados. En un país que envejece aceleradamente, más personas adultas mayores significan inevitablemente más personas dependientes y, con ello, una mayor demanda de servicios de cuidados y apoyos.
El efecto de no contar con un sistema integral es visible: personas dependientes que no acceden a servicios; familias que renuncian a empleo o estudio para asumir cuidados y; un sistema de salud tensionado porque termina absorbiendo lo que no se previno a tiempo en el ámbito social.
Política Nacional de Cuidados y Ley 10.192
En este contexto y con el objetivo dar una respuesta integral al reto que supone la transición demográfica, la dependencia y la fragmentación en la oferta prestacional, el Estado costarricense implementa, desde el 2021, la Política Nacional de Cuidados 2021-2031, la cual tiene como finalidad integrar y coordinar la oferta de servicios ya existente (hogares de larga estancia, centros diurnos, asistentes personales, entre otros), además de ampliar cobertura e implementar nuevas prestaciones sociales, brindadas por instituciones públicas y privadas, enfocadas en población en situación de dependencia. Por su parte, La Ley 10192, del 2022, crea el Sistema Nacional de Cuidados y Apoyos (SINCA), es decir un sistema que articula instituciones públicas, organizaciones sin fines de lucro y gobiernos locales para garantizar servicios de cuidado dignos, accesibles y sostenibles.
¿Qué significa esto para la vida cotidiana? Que el cuidado deja de ser un asunto privado de las familias y se convierte en un derecho social, con respaldo legal, financiamiento y obligaciones estatales.
La urgencia de consolidar la Política Nacional de Cuidados y la Ley SINCA, está en que hay más de 159.000 personas con dependencia en el país (BID, 2025), y la mayoría carece de apoyos formales. Cada año que pasa sin fortalecer el sistema multiplica costos: familias endeudadas, mujeres que dejan el empleo, personas adultas mayores institucionalizadas porque no hubo servicios preventivos. La evidencia internacional muestra que invertir temprano en cuidados es más barato que atender tarde las consecuencias (OCDE, 2020). Alemania, España o Uruguay demuestran que un sistema de cuidados sólido no solo protege a las personas dependientes, también dinamiza el empleo, mejora la equidad y reduce la presión sobre los sistemas de salud.
Una serie para pensar y actuar
Este es el punto de partida de una conversación pública urgente. En esta primera entrega se expone el diagnóstico: la transición demográfica, el vacío histórico y las bases normativas que ya existen. En la próxima columna se abordarán los avance en la implementación de la Política Nacional de Cuidados y la Ley SINCA y cómo se traducen en servicios reales para personas y familias.
Costa Rica está a tiempo de elegir entre dos caminos: dejar que los avances normativos y programáticos del SINCA se diluyan en esfuerzos aislados con alto costo para las familias, o consolidar un sistema de cuidados sólido, transparente y sostenible. La primera ruta nos mantendría en la fragmentación y la inequidad; la segunda abre la posibilidad de un pacto social intergeneracional que beneficie a toda la sociedad.
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