Como comunicador y estudioso del discurso público, siempre he admirado a quienes tienen la capacidad de debatir con inteligencia, claridad y memoria. Charlie Kirk fue uno de esos referentes para mí. Aunque no compartía muchas de sus ideas, su habilidad para articular argumentos y responder en tiempo real me parecía envidiable. Si uno no estaba preparado, era mejor no enfrentarlo.
Kirk no fue solo un polemista hábil: fue una de las figuras más influyentes en la campaña de Donald Trump y un arquitecto del movimiento conservador juvenil en EE. UU. Desde Turning Point USA llevó su mensaje a cientos de universidades, enfrentando auditorios llenos de jóvenes que muchas veces lo retaban con preguntas difíciles. Sus debates en campus no eran simples intercambios de opiniones: eran verdaderas clases de argumentación en vivo.
Además, sus discursos sobre el derecho a portar armas —tema altamente sensible y divisivo— mostraban su capacidad de tomar posturas firmes, sin temor a la polémica, y de respaldarlas con datos e historia constitucional. En cada escenario demostraba que el verdadero poder de las ideas no está en gritar más fuerte, sino en prepararse mejor.
Por eso, su asesinato no puede verse como un hecho aislado: es un atentado directo a la libertad de expresión. Una voz tan fuerte no se calla tan fácil, y su ausencia no significa silencio: significa polarización, significa miedo, significa que alguien creyó que la bala podía sustituir el argumento.
Sin importar el color político, la ideología o las simpatías personales, no podemos normalizar que alguien sea asesinado por lo que piensa o dice. Si aceptamos que el asesinato sea un método para “resolver” diferencias, pierde el país y pierde la democracia. Hoy es alguien con quien tal vez no coincidías; mañana puede ser alguien que sí defienda tus ideas.
En Costa Rica, este mensaje es urgente. Nuestro debate público se ha ido llenando de insultos y cancelaciones, como si quien piensa distinto fuera un enemigo que debe ser eliminado del espacio público. No podemos caer en esa trampa. Defender el derecho de todos a hablar —aunque no nos guste lo que digan— es la única manera de que la conversación nacional siga siendo libre y democrática.
Pero defenderla no basta: hay que elevar el nivel. Si queremos que nuestras ideas ganen, no se trata de gritar más, sino de prepararnos mejor. Hay que leer, estudiar, investigar y estar listos para el intercambio de ideas con la misma rigurosidad con que lo hacía Kirk. La libertad de opinar es un músculo: si no lo ejercitamos, se atrofia.
Callar una voz incómoda no es una victoria: es una derrota para todos. Y si de verdad queremos honrar la democracia, tenemos que demostrar que ninguna bala puede matar el derecho a pensar, a hablar y a debatir.
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