La elección presidencial del 2022 marcó un punto de inflexión en la política costarricense. El derrumbe del Partido Acción Ciudadana, que había gobernado durante dos períodos, reveló no solo el agotamiento de una opción concreta, sino también la fragilidad del sistema de partidos en su conjunto. El resultado fue un panorama dominado por el desencanto ciudadano, la fragmentación electoral y el ascenso de agrupaciones nuevas, muchas de ellas sin estructuras sólidas ni arraigo social. Se ha consolidado un mosaico de siglas que reflejan más la volatilidad que la convicción ideológica, a julio del 2025 se contabilizaban 14 partidos inscritos y se proyecta la participación de hasta 43 en las elecciones nacionales del 2026.

Este cambio no es casual ni exclusivo de Costa Rica. Según la politóloga Didi Kuo, en su libro The Great Retreat: How Political Parties Should Behave — And Why They Don’t, los partidos han abandonado su papel histórico de intermediarios entre ciudadanía y Estado. En vez de articular intereses sociales y movilizar bases, se han convertido en maquinarias profesionales orientadas al marketing electoral (“vender candidatos como se vende una gaseosa con sabor a cola”) y al corto plazo. En Costa Rica, el 2022 expuso con crudeza este fenómeno: la mayoría de las agrupaciones compitieron como “vehículos personales” (Figueres, Feinzaig, Alvarado, Chaves, entre otros) de liderazgos, más que como proyectos colectivos enraizados en la sociedad.

La debacle de partidos tradicionales contrasta con la emergencia de opciones nuevas, como Progreso Social Democrático, que catapultó a Rodrigo Chaves a la presidencia. Sin embargo, lejos de representar una renovación partidaria robusta, este proceso encarna lo que Kuo denomina el “gran retroceso”: el vaciamiento de las funciones sociales de los partidos y su transformación en estructuras efímeras que orbitan alrededor de figuras individuales. La ciudadana y el ciudadano , en consecuencia, pierde un canal estable de representación y queda reducido a un voto transaccional.

Los efectos de esta dinámica se sienten en la gobernabilidad. La fragmentación legislativa dificulta la construcción de consensos, mientras que la falta de identidad partidaria clara alimenta la desconfianza y el desapego ciudadano. Jóvenes y sectores populares expresan desencanto, muchos optan por la abstención, y otros canalizan su frustración hacia liderazgos populistas que prometen soluciones rápidas sin sustento institucional. El resultado es un círculo vicioso: partidos débiles, ciudadanía desilusionada y mayor espacio para personalismos autoritarios.

En línea con Kuo, el principal problema no es la existencia de múltiples partidos, sino la ausencia de vínculos sólidos entre estas organizaciones y la ciudadanía. En 2022, quedó en evidencia que las estructuras territoriales eran mínimas (hoy en día vemos cantonales realizadas con únicamente miembros de un núcleo familiar, o la imposibilidad de lograrlas), la democracia interna deficiente y el financiamiento poco transparente (recordemos las bolsas de dinero en la campaña de Fabricio Alvarado en el 2018 y toda la investigación sobre la campaña y financiamiento paralelo de la campaña de Rodrigo Chaves). La política se redujo a campañas mediáticas intensivas, con promesas de corto plazo y estrategias de comunicación digital, pero sin un esfuerzo real por construir comunidad política ni compromiso de largo plazo con sectores sociales diversos.

¿Qué hacer frente a este panorama? Costa Rica necesita fortalecer sus partidos no solo como maquinarias electorales, sino como instituciones sociales. Esto implica reforzar el financiamiento público y fiscalizar con rigor el privado; descentralizar los partidos para que tengan presencia activa en cantones y distritos; y democratizar sus estructuras internas para abrir espacios reales de participación ciudadana. Los partidos no pueden limitarse a inscribir candidatos: deben ser foros permanentes de diálogo, deliberación y propuesta.

Si se quiere evitar que se profundice la crisis de representación, las reformas de los próximos años deben orientarse a rescatar el papel de los partidos como verdaderos intermediarios sociales. Solo así podrán recuperar legitimidad, resistir la tentación del mesianismo y convertirse en plataformas colectivas que respondan a los desafíos del país. Como sugiere Didi Kuo, el futuro de la democracia no depende de la cantidad de partidos, sino de la fortaleza de sus vínculos con las y los ciudadanos. Costa Rica todavía tiene instituciones sólidas, una tradición cívica y republicana reconocida: la tarea urgente es revitalizar sus partidos para que esa tradición no se pierda.

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