Han pasado más de cuatro años desde el asesinato del líder indígena Sergio Rojas, y las comunidades originarias en Costa Rica siguen esperando justicia. En medio de este panorama, la visita del relator especial de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas en 2021 dejó al descubierto una verdad incómoda: nuestro país, a pesar de presumir de su tradición democrática y de derechos humanos, mantiene una deuda histórica con sus primeros pueblos.

El relator especial es una figura clave del sistema internacional de derechos humanos. Nombrado por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, tiene un mandato global y especializado en un único tema: la defensa de los pueblos indígenas. Su independencia garantiza que las observaciones no respondan a intereses políticos, sino a estándares internacionales que obligan a los Estados.

El mandato del relator no se limita a la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (UNDRIP). También se apoya en instrumentos como el Convenio 169 de la OIT y otros tratados internacionales de derechos humanos. En otras palabras: cuando emite recomendaciones, no está inventando estándares, está recordando obligaciones jurídicas que los Estados ya aceptaron.

En su visita a Costa Rica, el relator José Francisco Calí Tzay fue claro: el racismo sistemático e institucional es una de las raíces de la discriminación que sufren los pueblos indígenas. Llamó a revisar el marco legal para reconocer plenamente sus derechos colectivos. Sin embargo, aquí se evidencia la mayor limitación del Relator: no tiene poder de coerción. Sus recomendaciones dependen de la voluntad política de los Estados.

A esto se suman obstáculos graves. La violencia contra líderes indígenas, como en el caso de Sergio Rojas, genera un clima de miedo que desalienta la colaboración con organismos internacionales. Además, no siempre hay cooperación estatal: el acceso a comunidades puede ser restringido, y en contextos donde las comunidades son nómadas, los marcos legales estatales ni siquiera contemplan su realidad.

Pese a estas dificultades, los informes del Relator cumplen una función vital: ponen un espejo incómodo frente a los Estados y ofrecen una hoja de ruta para cerrar brechas históricas. Pero el reto no está en recibir al Relator, sino en hacer seguimiento a sus recomendaciones. De lo contrario, se corre el riesgo de que las visitas se conviertan en gestos diplomáticos vacíos.

Costa Rica no puede seguir celebrando su liderazgo internacional en derechos humanos mientras posterga el reconocimiento pleno de sus pueblos indígenas. Las recomendaciones del Relator no deberían quedar archivadas en un informe de Naciones Unidas: son un llamado urgente a construir una democracia realmente inclusiva.

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