Algunas personas piensan que el Cementerio de Extranjeros en San José nació porque los forasteros se negaban a mezclarse con la población costarricense. La verdad es otra: su origen responde a una necesidad social y religiosa de mediados del siglo XIX.
En aquella Costa Rica, que empezaba a recibir inmigrantes europeos y norteamericanos, las rígidas normas eclesiásticas prohibían que personas no católicas fueran sepultadas en cementerios parroquiales. Ante esta exclusión, en 1850, Juan Rafael Mora Porras concedió el terreno y en 1863 se consolidó el Cementerio de Extranjeros, un espacio digno para quienes quedaban fuera de los ritos católicos.
La historia de este camposanto no se limita a las lápidas. También ha estado marcada por un aura de misterio. Como recuerda Luko Hilje Quirós en su artículo Un temido cementerio:
Con el Cementerio de Extranjeros, pues tanto en el hogar como en el barrio nos habían advertido que entrar ahí era pecado mortal, pues albergaba a personas evangélicas. Eran los tiempos en que, para disuadir a los insistentes y hasta necios evangelizadores, en las ventanas de las casas se solía colocar una tarjeta con la imagen de la Virgen María, acompañada con la leyenda ‘En esta casa somos católicos. No admitimos propaganda protestante’ (…) A esa situación se sumaba el hecho de que era un panteón totalmente hermético, al cual no se veía entrar ni salir a nadie. Tanto era así, que el portón principal, que da a la avenida 10, siempre estaba cerrado (…) Todo esto le daba un velo de misterio a ese lugar prohibido o vedado, por el cual sentíamos no temor sino pavor, pues nos parecía casi satánico”.
Es así como algunos percibían el Cementerio de Extranjeros al principio, pero a pesar de esa carga de prejuicio, allí descansan figuras y familias que ayudaron a construir el país. Entre ellas, la mía: mi tatarabuelo Juan Rudin y otros parientes. Para nosotros, y para tantas familias, este lugar no es solo un sitio de duelo personal, sino un patrimonio vivo que refleja la diversidad de la sociedad costarricense.
El Cementerio de Extranjeros es, en realidad, un espacio histórico que conserva la huella de aquellas tensiones religiosas y culturales, pero también el testimonio de un tejido social diverso que comenzó a formarse en una Costa Rica predominantemente católica. En sus orígenes, el terreno fue solicitado por Federico Chatfield, representante británico, y durante décadas estuvo bajo la administración de la Iglesia Anglicana. Desde 1947 pasó a manos de una junta administrativa independiente. No obstante, en sus primeros años, como la comunidad protestante en el país era pequeña, esa baja afluencia se reflejó en la escasez de lápidas antiguas.
El historiador Miguel Guzmán-Stein ha demostrado que este cementerio guarda información invaluable: a través de las inscripciones funerarias logró reconstruir genealogías de comunidades inmigrantes, entre ellas familias sefarditas que llegaron desde Panamá y el Caribe. Esto lo convierte en un archivo abierto de la diversidad cultural que dio forma a nuestra historia nacional.
Asimismo, como comentaría Luko Hilje Quirós, cuando de adulto una investigación lo llevó a entrar al Cementerio de Extranjeros, cambiaría su visión de aquel lugar que de niño le parecía pavoroso:
Entre tantas lápidas sobrias y bellas —algunas de gran calidad escultórica, en piedra—, siempre descubro cosas nuevas. Es un rincón capitalino apacible, colmado de historia, que alberga los restos de centenares de personas foráneas —y unas pocas nacionales—, la mayoría de las cuales contribuyeron de una u otra manera al desarrollo de Costa Rica".
Hoy, sin embargo, el Cementerio de Extranjeros lleva más de un año y medio cerrado. Este abandono preocupa a sus descendientes, personas historiadoras y ciudadanas que reconocemos su valor histórico. Su conservación y reapertura no son solo es un acto de respeto hacia quienes allí reposan, sino también un compromiso con la memoria plural y con el reconocimiento de un país que se forjó en la diversidad.
El Cementerio de Extranjeros no es un espacio marginal, sino un recordatorio de que Costa Rica nunca ha sido homogénea. Ignorarlo sería negar parte de nuestra historia. Reabrirlo y protegerlo, en cambio, es reconocer que nuestra identidad se ha construido —y se sigue construyendo— en el cruce de múltiples caminos.
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